Page 620 - El Misterio de Belicena Villca
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¿Destino? ¿Qué destino? La cabeza parecía que me iba a estallar. Quizás
fuese el inconsciente, quizás el Scrotra Krâm, pero lo positivo fue que una Voz
Interior me dijo:
–“Sining, debes ir a Sining” –pensé en el Yantra, lo imaginé como pude, y
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traduje: “Siningto, Kula y Akula Svadi-lung”.
Alguno de los lopas había puesto las riendas de los dogos en mis manos.
Estaban enfurecidos por la presencia del diabólico vîmâna y aullaban como si
efectivamente fuesen los lobos de Wothan. Cuando imaginé el Yantra se
pusieron rígidos y echaron las cabezas hacia adelante, preparados para partir en
cumplimiento de la orden. Y cuando ordené “Sining-To, Kula y Akula svadi-lung”,
sucedió el increíble prodigio de que los perros daivas saltaran a una especie de
abismo que insólitamente se creaba frente a ellos.
Me sentí arrastrado por las riendas, izado en el aire y transportado en
dirección al Este, hundido en una negrura impenetrable que ahora ocupaba el
lugar donde segundos antes estaban las montañas Altyn Tagh. Al ser levantado
en vilo, un peso anormal en las piernas puso mi cuerpo en tensión durante un
instante. Me volví, sorprendido, y advertí que una cadena humana pendía de mis
extremidades: los tibetanos habían realizado una serie de tackles en el momento
del salto, agarrándose entre ellos y levantando también a Karl Von Grossen y
Oskar Feil. La mirada se deslizó hacia abajo y contemplé estúpidamente la
cañada iluminada por el vehículo de Shambalá y el campamento convertido en un
sepulcro colectivo: Reinhart Von Krupp, muerto; los centinelas, muertos; y en las
entradas de las carpas, estaban diseminados los cadáveres de quienes
alcanzaron a salir pero no llegaron muy lejos. El zumbido era ensordecedor,
aterrador, paralizante; ¡el zumbido era el llamado de la Muerte! ¡Heinz, Hans,
Kloster! Recordé a mis Camaradas y creo que grité de impotencia, antes de
sumergirme en la negrura y perder el conocimiento.
Capítulo XXXIV
Segundos después recobré la conciencia: ni señales del ensordecedor
sonido o de la diabólica centella. Todavía subsistía la luz crepuscular por lo que
pude comprobar, sin ninguna duda, que nos hallábamos en un lugar
completamente diferente a la cañada donde acampara Schaeffer. De inmediato
vino a mi memoria todo lo ocurrido, el ataque del zumbido mortal y la fuga gracias
a los perros daivas. ¡Aún vivía por milagro! ¿Pero dónde estaba? Porque aquello
no era evidentemente Sining sino la orilla de un río, una breve playa al pie de la
ladera de un cerro.
Me encontraba sentado en el suelo, sosteniendo aún en las manos las
ahora inertes riendas de los perros daivas. A centímetros de mis pies, el río
rumoroso entonaba la melodía de la Naturaleza. Un resplandor contra la ladera
me mostró a los lopas reuniendo leña y alimentando un improvisado fogón. Karl
Von Grossen y Oskar Feil se habían parado y contemplaban la escena en
silencio, como atontados. Cuando los ojos del Standartenführer se encontraron
con los míos reaccionó:
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“Vamos volando a Sining, Kula y Akula”.
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