Page 7 - El Misterio de Belicena Villca
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reconocimos que se trataba del idioma quechua. Por otra parte, el ataque era
                 sintomáticamente anormal en ella.
                        El Dr. Cortez ordenó una inmediata dosis de Valium, sumiendo a la
                 infortunada Belicena Villca en un sopor del que sólo habría de salir un instante
                 para ver la Muerte de Cerca, tal como lo sugería la expresión de tremendo horror
                 con que se hallaba crispado su rostro cuando fue encontrada, ya muerta, tres
                 horas más tarde. Y aquí surge el misterio; el primer elemento que desconcertó y
                 sorprendió a los avezados policías: luego de ser atendida la paciente, serían las
                 0,00 horas, todos nos retiramos de la celda siendo ésta cerrada por el Dr. Cortez,
                 quien  inadvertidamente guardó la llave en uno de los bolsillos de su traje de
                 Papá Noel olvidando luego depositarla en el tablero general de llaves. A las tres
                 de la mañana al ir la enfermera de turno a recorrer la ronda habitual, notó la falta
                 de la llave, de la cual nadie supo dar parte. Dedujo de ello que habría sido llevada
                 por el Dr. Cortez y, como los duplicados se encuentran en la oficina del mismo,
                 no le quedó otra alternativa más que llamarle a su casa. No fue necesario
                 hacerlo, pues la operadora del conmutador interno informó que el Dr. aún
                 permanecía en el Hospital, aunque estaba a punto de retirarse. Avisado éste de
                 su error, decidió subir al pabellón “B” para entregar la llave y realizar una breve
                 inspección ocular. Es decir, que durante esas tres horas, la llave, único medio
                 para abrir la puerta blindada de la celda, estuvo en poder del Dr. Cortez. Pero el
                 Director del Hospital era un hombre de  reconocida trayectoria social, cuyas
                 virtudes morales han sido siempre exaltadas como ejemplo digno de emulación, y
                 de quien, por último, nadie osaría dudar, ni siquiera el experimentado policía
                 Maidana a cargo de la investigación del caso.
                        En fin, el Dr. Cortez abrió la puerta de la celda acompañado por mí y la
                 enfermera García exactamente a las 3,05 hs. Un olor penetrante y dulzón fue lo
                 primero que nos llamó la  atención. Era una fragancia como a sahumerio de
                 sándalo o incienso y resultaba tan fuera de lugar allí, que nos miramos perplejos.
                 Pero esto sólo fue un instante pues lo que vino después concentró toda nuestra
                 atención.
                        Belicena Villca yacía en su lecho, sin duda muerta desde un tiempo atrás,
                 con el cuello tumefacto a causa del estrangulamiento a que había sido sometida.
                 El arma homicida, una cuerda color marfil, estaba enlazada aún en su cabeza
                 pero suelta ya. Y los dos extremos caían suavemente sobre el pecho hacia el
                 costado de la cama.
                        Era un espectáculo tan horrible que la avezada enfermera García lanzó un
                 grito de espanto y tambaleó hacia atrás, debiendo sostenerla por los hombros, a
                 pesar de que mis piernas no se hallaban del todo firmes. Y no era para menos; la
                 muerta tenía las manos cerradas sobre las frazadas a ambos lados del cuerpo,
                 posición en que debieron estar en el momento de la muerte y que la rigidez
                 cadavérica conservó, lo que indicaba que no se había defendido de su misterioso
                 asesino. Este debió infundirle tal terror que, aún observando cómo le pasaban el
                 lazo por el cuello, y luego, sintiendo que  el mismo se cerraba y le cortaba la
                 respiración, sólo atinó a aferrarse desesperadamente a la frazada. Tal deducción
                 se afirmaba al contemplar el gesto  de la cara: los ojos muy grandes y
                 desorbitados; y la boca entreabierta, permitiendo ver la lengua hinchada, que
                 parecía quebrarse en una palabra inconclusa, algo que quizá ya nunca sería
                 pronunciado, quizá la misteriosa pachachutquiy.


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