Page 81 - El manuscrito Carmesi
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Antonio Gala Descargado de http://www.LibrosElectronicosGratis.com/ El manuscrito carmesí
¿De dónde surgió aquel extraño sentimiento? ¿Por qué me aguardaba, agazapado
tras los mirtos, aquel día de mayo? Se asegura que mayo es el mes del amor; yo no
conozco un mes que no lo sea. El amor, aunque yo tardé mucho en darle nombre, se
derramó como un perfume por mi vida, llenando días, meses, años, de su olor; impregnando
cada pliegue de mi ropa, cada sonrisa, cada tristeza mía; tiñéndolo todo con sus tonos de
flor o de llaga; apartándome y desinteresándome de cuanto no fuera él; transtornando las
perspectivas y las formas; convirtiendo en esclavo al amo y viceversa. Porque cada amor —
luego lo he aprendido— trae su propia dicha; pero a la pesadumbre de un amor se añaden
las pesadumbres de todos los amores.
Qué injusto es eso. Las heridas cicatrizadas vuelven siempre, despacito, a sangrar. Y
aquel primer amor no ha dejado de dolerme todavía.
De la nada brotó, de una tranquila noche. áFue en la galería más próxima a la última
habitación del palacio de Yusuf III que vi al irme para siempre de Granada mucho más tarde.
De la nada brotó, de una mañana clara. ¿Quién podría decir el instante preciso en que
empieza a tramar sus telas de araña el destino? Alguien se cruzó conmigo cerca de aquella
habitación. Primero oí una voz, no limpia ni totalmente hermosa. Lo que la valoraba era que,
dentro de ella, se desplegaba algo, igual que un ala que aún no ha empezado a levantar el
vuelo y ya está el vuelo en ella. Oí la voz. Cantaba:
“Los secretos del amor sólo están en la mirada.
Unos bellos ojos ves que un hechicero creó, y, cuando se van, se llevan tu razón y tu
dominio.
Tu corazón has de ver maniatado y en prisión”.
Cantaba un muchacho, al que el bozo aún no le sombreaba las mejillas. Me sonreía
desde el otro lado de la alberca. Inclinó la cabeza en una reverencia, y, cuando iba a dejar
de verlo porque continuaba mi camino, cortó un tallo de jazmín y se lo puso entre los
dientes. No pasó nada más.
El empobrecimiento y la agitación del Reino aumentaban sin cesar. Se recibían
noticias de que los abencerrajes se conjuraban contra mi padre en los territorios cristianos.
No había tarde en que mi madre no me enviara, desde su casa del Albayzín, alguna queja
contra la favorita.
—Tu herencia está en el aire.
Si no obras con rapidez y audacia, el trono lo ocupará un hijo de esa renegada. No
puedes tolerarlo. Y, en el caso de que puedas tú, yo no lo haré.
Subía hasta la Alhambra —incluso yo, absorto en mis lecturas, lo escuchaba— un
desasosegado rumor de algarada. Pero, como siempre que sucede algo culminante en mi
vida, yo estaba distraído en otra cosa; esa vez, como quien ha enfermado sin saberlo. Tardé
bastante en reparar con cuánta frecuencia venían a mi memoria los ojos del muchacho
cantor y su gesto al morder el tallo del jazmín.
Comencé a escribir poemas que —eso creía yo— lo tomaban sólo como pretexto.
Escribía encima las cansinas falsillas de los versos académicos y nada humanos de nuestra
poesía, en la que los poetas se manifiestan desentendidos de lo que hacen, igual que
rutinarias bordadoras. ‘Grandes sucesos —pensaba yo— ocurren a su alrededor
(asesinatos, adulterios, muertes de amor, guerras, espantosas venganzas), y los poetas se
limitan a hablar de narcisos, de jacintos y rosas’. E incurriendo en el mismo defecto que
ellos, mientras crujían los cimientos del trono, inspirado por un pobre muchacho, yo escribía
poemas.
Sólo pasado el tiempo me di cuenta de que los escribía con el jugo agridulce de mi
corazón.
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