Page 208 - Fantasmas
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FANTASMAS


          gido, no  rizado  como  suelen  tener  los teléfonos  modernos,  y
          Finney se  lo había  enrollado  alrededor  de la mano  derecha  en
          tres  vueltas.
                —¿Has visto eso? —dijo Albert—.  ¿Has visto lo que me
          obligas  a hacer?  —Entonces  levantó  la vista y vio lo que tenía
          Finney en  la mano,  y su  rostro  se  llenó  de confusión—.  ¿Qué
          coño  has hecho  con  el teléfono?
                Finney dio un paso hacia él y le asestó  un  golpe en  la na-
          riz con  el auricular.  Había  desenroscado  el disco  del transmi-
          sor,  rellenado  el interior  de arena  y después  lo había vuelto  a
          enroscar.  Al chocar  con  la cara  de Albert  hizo un  ruido  como
          de plástico  roto,  sólo  que  en  esta  ocasión  lo que  se  había  roto
          no  era  plástico.  El hombre  gordo profirió un  grito ahogado  y
          la sangre  manó  de sus  fosas  nasales.  Levantó  una  mano.  Fin-
          ney le golpeó  de nuevo  en  la mano  con  el auricular,  aplastán-
          dole los dedos.
                Albert dejó caer  la mano  destrozada  y lo miró, al tiempo
          que  de su  garganta  salía un  gemido  animal.  Finney le pegó de

          nuevo  para hacerle  callar, golpeándole  con  el auricular  en la ba-
          se  del cráneo.  El golpe hizo  saltar  granos  de arena  a la luz del
          sol. Gritando,  el hombre  gordo intentó  avanzar  hacia delante,
          pero  Finney lo esquivó  con  rapidez  y le pegó en  la boca  con
          fuerza  suficiente  como  para  hacerle  girar la cabeza,  y después
          en  la rodilla para hacerle  caer,  para  detenerle.
                 Al extendió  los brazos  y agarró  a Finney por la cintu-
          ra, tirándolo  al suelo  y arrastrándolo  en  su  caída.  Finney tra-
          tó de liberar  las piernas,  que  habían  quedado  atrapadas  bajo
          el peso  de Al. Éste levantó  la vista.  Tenía  la boca llena de san-
          gre y un  gemido furioso  brotaba de las profundidades  de su pe-
          cho. Finney seguía con  el auricular  en una  mano y las tres  vuel-
          tas de cable negro  en la otra.  Se sentó  con  la intención  de golpear
          de nuevo  a Albert con  el auricular, pero  sus  manos  hicieron una
          cosa  distinta.  Rodearon  al hombre  gordo por el cuello  con  el



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