Page 212 - Fantasmas
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FANTASMAS



                 Un día, un  tipo mayor  entró  en  la tienda,  un  mamarra-
           cho de cuarenta  y tantos  años,  con  la cabeza  afeitada  y un  co-
           llar alrededor  del cuello  del que  colgaba una  correa.  Quería
           comprar  el video  de Sid y Nancy y le pidió a Kensington  que
           lo ayudara a buscarlo.  Charlaron  un  ratq.  Kensington  se  reía

           de todo  lo que  decía, y cuando  le llegó el turno  de hablar,  las
           palabras  salieron  de su  boca  con  excitada  aceleración.  Fue  al-
           go asombroso,  verla transformada  así, en presencia de alguien.
           Y cuando  Wyatt entró  a trabajar la tarde siguiente,  los vio a los
           dos en una  esquina de la tienda que quedaba oculta desde la ca-
           lle, Aquel mono  de feria la aplastaba contra  la pared, tenían  las
           manos  entrelazadas  y la lengua de ella buscaba apasionadamente
           la del patán aquel. Ahora,  unos  meses  más  tarde,  Kensington
           se había teñido  el pelo de rojo brillante,  calzaba  botas  de mon-
           taña  y usaba  sombra  de ojos negra.  El arete  de la lengua,  sin
           embargo,  era  nuevo.
                 —¿Por qué sangra? —le preguntó.
                 —Porque me  lo acabo de hacer —le respondió sin levantar
           la vista y con  tono  avinagrado.  Desde  luego, el amor  no  la ha-
           bía vuelto  cálida  y comunicativa.  Continuaba  mirándolo  en-
           furruñada  cada vez  que Wyatt le dirigía la palabra,  y lo evita-
           ba como  si el aire  a su  alrededor  fuera  venenoso,  odiándolo
           como  siempre, por razones  que nunca  le había explicado y nun-
           ca  le explicaría.
                 —Supuse  que igual te habías  atorado  la lengua con  un  cie-
           rre —dijo, y añadió —: Supongo  que es una  forma de conseguir
           que siga contigo, ya que no  lo va a hacer por lo guapa  que eres.
                 Kensington  era  imprevisible  y su  reacción  lo cogió por
           sorpresa.  Lo miró  con  expresión  ofendida  y barbilla  temblo-
           rosa  y, en  una  voz  que le resultó  apenas  reconocible,  dijo:
                 —Déjame  en  paz.
                 Wyatt se  sintió  mal, incómodo,  y deseó no  haberle  dicho
           nada,  aunque  ella lo hubiera  provocado.  Kensington  le dio la



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