Page 101 - Extraña simiente
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surgir de algún lugar del bosque. Una risa que Paul no había conseguido oír, a
pesar de tener un oído muy fino, como le dijo a Rachel.
De ahí su mentira o verdad a medias: que salía cada día en busca del
«lobo». Mentía por ella, Porque ella se podía representar un lobo en la
imaginación. Se podía agarrar a esa imagen. Tanto ella… como él. Pero esos
fantasmas, verdaderos habitantes de esta tierra, estaban en otro lugar
completamente distinto. No, se corrigió, podía asegurar que, a pesar de su
ignorancia sobre ellos, eran algo todavía más insustancial que los fantasmas.
Eran… un vacío. Algo a lo que le resultaba imposible agarrarse. Y si Rachel
intentara hacer frente a esto, quedaría destrozada.
De modo que esa mentira que perpetuaba por el bien de Rachel —
maravillosa, sensible y vulnerable Rachel— seguiría valiendo hasta que
encontrara lo que andaba buscando. O hasta que lo que andaba buscando le
encontrara a él.
Paul siguió dándole vueltas a estos pensamientos mientras bajaba por el
sendero del bosque, hasta que llegó a medio camino. Se paró en seco y
sostuvo la escopeta en posición horizontal. La estuvo mirando con ojos
críticos. Tenía muy poca experiencia en las armas. Únicamente sabía que su
función principal es matar y eso las convertía en algo obsceno. También sabía
que esa obscenidad era necesaria en algunas ocasiones. Lo que había sido
perpetrado con Lumas, por ejemplo, era obsceno. No era el instinto de un
animal que sacia su hambre. Era una obscenidad. Y se merecía la obscena
respuesta de una bala de rifle. Miró hacia atrás, hacia el camino que llevaba a
la casa, convencido de que, preocupado por Rachel y Lumas, algo le había
pasado inadvertido. Pero el sendero estaba desierto y los árboles y arbustos
que recibían la luz del sol a cada lado del camino, curiosamente inmóviles.
Cerró los ojos brevemente, esperando quizá que la pérdida temporal de
vista agudizara más los otros sentidos. No oyó nada. No sintió nada. Nada
más que la quietud.
Pero le sorprendió que la quietud no fuera esa misma tranquilidad que
suele haber a media tarde; que no se oyera el zumbido de las abejas libando, a
los pájaros apareándose o buscando alimento, o el susurro de pequeños
animales deslizándose entre los arbustos… Estos eran sonidos que le
resultaban tan familiares, que ya formaban parte del silencio. La quietud que
ahora sentía era total, como si todo lo que existía a su alrededor no fuera más
que un enorme cuadro circular, maravillosamente bien pintado, que
representara algo que existió un día, un documento que dijera: Esto ha
pasado. Esto es historia. Pase la página.
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