Page 106 - Extraña simiente
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—¿Culpa tuya?
—Sí, por la habitación —explicó Rachel, el rostro igual de inexpresivo, el
cuerpo igual de recto—. ¿Lo hemos matado metiéndole ahí?
Paul le dio la espalda al niño y dijo:
—Ha muerto.
Y de nuevo, con ese tono simple y llano, añadió:
—Está muerto, eso es todo lo que puedo decir, Rachel. Y cualquier
especulación que hagamos sobre cómo pudo morir o por qué será
contraproducente.
—¿Pero qué dices, Paul?
—Es verdad, Rachel, y tú deberías saberlo.
Rachel no contestó.
Unos instantes después, cuando apartó la mirada del chico, Rachel se
había marchado. Aprestó el oído y escuchó que bajaba las escaleras, que tuvo
un momento de duda y que luego cruzó el cuarto de estar y la cocina. Tuvo
otra duda. Después, abrió la puerta trasera y la segunda puerta de tela
metálica; ambas puertas se cerraron unos segundos después.
Hay cosas, como las bodas y las malas experiencias amorosas, por
ejemplo, que permanecen para siempre en la memoria, que son inalterables.
Asimismo, todos los esfuerzos patéticos y fútiles que se hacen por parar una
muerte son vanos. Después, siempre nos atormentamos pensando que si nos
hubiéramos esforzado mas hubiéramos podido atrasar la hora de la muerte
unas cuantas horas, incluso días. Pero el resultado sería exactamente el
mismo, ¿o no?
Rachel descendió los peldaños de las escaleras traseras lentamente, con
una cautela casi instintiva. Dios mío, ¡qué día más maravilloso! El aire era
vivo, transparente y olía deliciosamente a limpio; era el olor del otoño.
Siempre presente; tapando ese cuerpo exquisitamente tostado con varias
mantas (el calor siempre aplaza la muerte), aun sabiendo que en un par de
minutos las tiraría al suelo. Cubriéndole las feas manchas que le habían salido
en los brazos y las piernas con pomada medicinal. Obligándole a tragar la
sopa, el potaje de champiñones y el puré de guisantes (el hambre era amiga de
la muerte). Acompañándole durante horas y horas en aquella horrible
habitación, como si pensara que la muerte no llegaría si ella no apartaba
nunca la mirada. Pero la muerte había llegado, aunque ella se hubiera perdido
el momento preciso. Podía haberse pasado mucho, mucho tiempo mirándolo.
Siempre presente. ¡Y todos esos cuidados que debía haberle prodigado!
Para empezar, podía haberle llevado a la ciudad donde le hubieran podido
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