Page 103 - Extraña simiente
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Rachel dio unos pasos hacia adelante y se puso a observar al niño con más

               detenimiento.
                    —¿Qué estás haciendo? —murmuró.
                    El chico seguía exactamente en la misma postura que tenía cuando ella
               entró en la habitación.

                    —¡No  hagas  eso!  —le  ordenó,  sin  saber  muy  bien  qué  era  lo  que  no
               quería que hiciera—. ¿Pero qué haces? —repitió al oír de nuevo el rasgar de
               la tela y las costuras descosiéndose.
                    Entonces ocurrió lo imposible: por entre la tela reventada del traje de pana

               verde empezó a aparecer la piel del niño, desde la cintura hasta debajo del
               brazo derecho.
                    Rachel se quedó con la boca abierta.
                    —¿Qué haces? —gritó.

                    Corrió hacia él, se agachó y le obligó violentamente a darse la vuelta. El
               niño se enfrentó a su mirada, la mantuvo un segundo, con la cara totalmente
               inexpresiva,  cerró  los  ojos  como  si  estuviera  meditando  y  tensó  todos  los
               músculos con fuerza. La costura del brazo izquierdo reventó.

                    Antes  de  darse  cuenta  de  lo  que  estaba  haciendo,  Rachel  le  dio  una
               bofetada bien fuerte en la cara.
                    Las costuras de las piernas del traje de pana estallaron simultáneamente.
                    —¡Dios mío! —murmuró Rachel.

                    Alzó  la  mano  para  golpearle  otra  vez,  pero  se  contuvo.  Vio  que,  por
               primera  vez,  su  rostro  expresaba  claramente  una  emoción.  Pero  era  una
               emoción tan contradictoria y abominable como su risa.
                    Un segundo después, a la vez que los trozos del traje de pana verde iban

               cayendo al suelo a su alrededor, Rachel comprendió que ella era el origen y el
               blanco de esa emoción.



                                                          * * *



                    Así deben de percibir el mundo los sordos, pensó Paul. Esta reflexión no
               era exacta, y él lo sabía. El mundo de los sordos es el mismo mundo en el que
               él vivía y era un mundo rebosante de movimiento. Este, en cambio, no tenía
               movimiento.

                    Paul  se  dio  cuenta  de  que  había  hecho  esta  desesperada  e  inexacta
               reflexión  para  tranquilizarse  un  poco,  para  estar  de  observador  y  no  como
               participante.

                    Detestó la lógica de esa conclusión.



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