Page 99 - Extraña simiente
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—¿Paul? —repitió Rachel.

                    De algún punto del cuarto de estar, pero no exactamente de detrás de la
               puerta, oyó la voz de Paul que decía:
                    —Te quiero, mi amor.
                    Después, su voz, aunque no la suya propia, diciendo:

                    —¡Oh, Paul! ¡Oh, Paul!
                    Rachel gritó —un grito agudo, estridente, fuerte y abrupto— y se tapó los
               oídos firmemente con las manos. Oyó, a través de las manos, cómo se repetía
               su grito.

                    —¡Oh, Paul! —dijo llorando—, tenemos que marcharnos.
                    Por el espacio de un imposible, pero bellísimo momento, se encontró de
               nuevo en Nueva York, en su diminuto apartamento donde hacía demasiado
               calor.

                    Podía oír, a través de la pared, cómo se peleaban sus vecinos, una pareja
               de mediana edad. No podía entender ni una sola de sus palabras, pero percibía
               que era una bronca espantosa. Siempre lo eran. Se odiaban, se amaban, eran
               inseparables.

                    Afuera,  una  ambulancia  de  sirena  desgarradora  se  dirigía  hacia  la
               desgracia de alguien.
                    Era a primeros de junio. Paul Griffin le había pedido que fuera su mujer la
               noche anterior: «Quiero que seas mi mujer, Rae. ¿Quieres ser mi mujer?», le

               había dicho. Estaba claro que se sentía ridículo pidiéndoselo de esta manera.
                    «Pues sí, me gustaría», le había contestado ella, sonriendo agradecida, a
               pesar de sí misma.
                    Rachel, al escuchar ahora el murmullo de sus vecinos, se echó a reír.

                    El momento terminó.
                    Rachel sintió una presencia en lo alto de las escaleras. Volvió la cabeza
               ligeramente. Era el niño.
                    —Qué…, qué… —dijo Rachel, tartamudeando.

                    El niño se echó a reír con esa risa adulta y contagiosa, esa risa que nada
               tenía de niño, que no se parecía nada a lo que podía sonar una risa de niño.
                    Rachel volvió a reírse, con una risa fría e histérica. Y oyó que lo que había
               al otro lado de la puerta se estaba riendo con ella.
















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