Page 94 - Extraña simiente
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Quizá  fuera  el  efecto  que  producía  la  combinación  entre  la  tenue  luz

               artificial y la del sol que entraba por las rendijas de los tablones que cerraban
               la ventana.
                    —¿Has dormido?
                    —Dormido —dijo el chico.

                    Cayó en la cuenta de que se trataba de su color. Estaba descolorido, o por
               lo menos parecía más pálido.
                    —Lo siento —dijo Rachel.
                    Fue  una  frase  espontánea,  palabras  que  había  empleado  con  frecuencia

               desde  que  empezaron  a  llevar  esta  vida.  Aunque  ella  sabía  que  implicaban
               algo más.
                    —¿Estás bien? —repitió Rachel.
                    —¡Hola! —fue su respuesta.

                    Rachel  posó  la  bandeja  con  comida  sobre  la  cómoda  y  dio  unos  pasos
               hacia él. Maldita sea —pensó—, ¡si la luz fuera mejor!
                    —Te he traído el desayuno. ¿Tienes hambre?
                    —Lo siento —dijo el chico.

                    Rachel apretó los labios. Podría seguir así durante horas, como ya lo había
               hecho  una  docena  de  veces,  con  la  esperanza  de  que,  finalmente,  el  niño
               formulara una respuesta coherente. Pero no se sentía con ánimos esta mañana.



                                                          * * *



                    Buscó, con las manos detrás de la espalda, y encontró el picaporte de la
               puerta; la abrió un par de centímetros. Tenía mucho trabajo pendiente. Como
               el chico había roto todas las prendas de vestir que ella le había hecho, se le

               había ocurrido confeccionarle lo que Paul llamaba sarcásticamente «la camisa
               de fuerza»; era un traje de pana verde de una sola pieza, que cuando estuviera
               acabado  ceñiría  el  cuello  del  niño,  le  llegaría  hasta  los  muslos  y  se  ataría

               firmemente a la espalda. Paul y ella habían llegado a la conclusión de que
               tendría  que  ser  un  contorsionista  para  poder  liberarse.  Era  bastante  cruel,
               pensó Rachel, pero si el niño no aprendía a llevar ropa, por lo menos antes de
               que llegara el otoño, se exponía a coger alguna enfermedad peligrosa como la
               que había matado a Margaret Schmidt… Rachel se preguntó de repente por

               qué se le habría ocurrido pensar en la pobre niña muerta… ¿Qué tendría en
               común con este niño? Abrió la puerta de par en par y se volvió de espaldas.
               Oyó que abajo alguien empujaba la puerta trasera.

                    —¿Paul? —llamó.



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