Page 93 - Extraña simiente
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—Segura.



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                    Paul  se  había  marchado  haría  una  media  hora  escasa;  a  menos  que

               caminara  muy  despacio  debía  haber  llegado  ya  a  la  cabaña  de  Lumas,
               encontrado su cuerpo y quizá ya estuviera buscando un lugar apropiado para
               enterrarlo. No estaría mal enterrarlo cerca de la cabaña. Claro que, al igual
               que con los otros dos niños —Margaret y Joseph Schmidt—, sería enterrado
               sin ataúd; a lo sumo, envuelto en una manta o una sábana…

                    Rachel sacudió nerviosamente la cabeza, como si tratara de sacudirse el
               pensamiento de encima. (Con qué facilidad se habían alejado de lo que ya era
               su  vida  anterior.  Era  como  si  se  hubieran  desconectado  de  ella.  Esa  luz

               especial que les había dado la vida ya no tenía ningún sentido.)
                    Se  pasó  la  bandeja  que  llevaba  a  la  mano  derecha  para  poder  abrir  la
               puerta de la escalera con la izquierda. Rachel blasfemó. ¿Por qué diablos no
               habría puesto Paul una bombilla en la escalera a pesar de que se lo hubiera
               pedido  tantas  veces?  No  tardaría  ni  diez  minutos  en  hacerlo.  Era  peligroso

               seguir así. Recordó que la última vez que subió su pie ya en el descansillo,
               tanteaba y se preparaba para ascender otro peldaño que no existía.
                    Esta  vez  subió  cautelosamente  y  sin  incidentes;  con  sumo  cuidado,

               recorrió  el  pasillo  en  sombras  que  llevaba  hasta  la  habitación  del  niño.
               Delante de la puerta, Rachel volvió a cambiar la bandeja de mano, buscó la
               llave maestra en los bolsillos del pantalón y abrió la puerta.
                    La  luz  estaba  encendida,  pero  apenas  alteraba  la  oscuridad  de  la
               habitación.

                    —¡Hola! —dijo Rachel.
                    —¡Hola! —dijo el chico con voz que, como siempre, desconcertaba por
               su proximidad.

                    Estaba pegado a la ventana, de espaldas a ella. Estaba desnudo.
                    —¿Tienes hambre? —le preguntó Rachel.
                    —¡Hola! —contestó él.
                    Quizás,  pensó  Rachel  estudiándolo,  sería  la  luz  o  el  esfuerzo  de
               acostumbrarse a ella, o el cansancio…, quizás enseguida todo volvería a ser

               normal.
                    —¿Estás bien? —preguntó Rachel.
                    —¡Hola! —contestó el niño.






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