Page 88 - Extraña simiente
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existencia. Finalmente, al acercarse la noche, llegó el silencio misericordioso.

               Para el joven Griffin, que luchaba por salir de la tristeza y de la confusión,
               esto significaba que el mundo, la existencia, se había callado temporalmente
               como signo de luto por la muerte del Hombre. Después, un ruido de pisadas
               ascendiendo  muy  lentamente  las  escaleras  que  llevaban  hasta  la  habitación

               donde Paul intentaba dormir rompió el silencio.
                    —Padre —dijo Paul—, ¿eres tú?
                    Las pisadas sonaron más fuerte.
                    —¿Padre?

                    Los ruidos cesaron. Paul Griffin se durmió.
                    Se despertó sintiendo que algo le rozaba muy ligeramente, como lo haría
               una araña, la frente, las mejillas y los brazos.
                    Apenas discernible en la oscuridad vio el rostro de un niño, inexpresivo,

               pero con una curiosidad no interrogante, una afinidad que no era simpatía que
               juzgaban  el  asombro  y  el  dolor  de  Paul  como  tratando  de  descubrir  si  las
               emociones producían placer o dolor.
                    De nuevo la rueda había finalizado su vuelta y la volvía a reanudar desde

               el principio, la muerte de Elisabeth Griffin, el nacimiento de Paul Griffin, las
               horas  interminables  de  soledad  en  la  granja,  atrancando  las  ventanas  de  la
               casa ante la tormenta de invierno, Samuel Griffin llorando abiertamente, sin
               vergüenza, pero sin tristeza.

                    Paul Griffin luchó para ser más observador que partícipe y para cuestionar
               las palabras de su padre, lo que no hizo entonces. Su padre decía: «Alguien te
               dirá, hijo, que los océanos son el origen de toda vida. Pero ahora ésta es la
               fuente». Palabras tan difíciles de comprender entonces, y tan condenadamente

               difíciles de aceptar ahora.
                    —No,  Padre  —dijo  Paul  en  voz  alta—.  Se  equivoca.  Tiene  que
               equivocarse.
                    —¿Paul? Por favor, contesta, Paul.

                    —Las únicas cosas que aquí se crean son las cosechas, Padre, y la madera
               que usamos como combustible o para construir nuestras casas…
                    Pero Samuel Griffin no respondió. Siguió extendido en el campo mientras
               su  hijo  pequeño  esperaba,  confuso  y  roto  de  dolor,  en  el  dormitorio  del

               segundo piso… esperaba a que el niño moreno y sin expresión le dijera algo.
                    Y de nuevo le volvieron los recuerdos de la muerte y del nacimiento.
                    —Paul, por favor, por favor, ¡contesta!
                    —¿Rachel?







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