Page 98 - Extraña simiente
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apenas era audible; hacía un ruido como de ratones corriendo por el tejado.

               Además, la luz del sol seguía iluminando la cama de Lumas, la camisa y los
               pantalones de Lumas, bueno, lo que quedaba de ellos. Y lo que quedaba de
               ellos, meditó Paul, debía ser probablemente, junto con la pequeña y siniestra
               cabaña,  todo  lo  que  quedara  de  Lumas,  del  hombre.  De  pronto  pensó  que

               estaba llegando demasiado rápido a una conclusión. ¿Se había apresurado al
               imaginar  que  lo  que  fuera  que  había  atacado  a  Lumas  había  conseguido
               llevárselo  a  rastras?  Quizás  Lumas,  que  era  un  hombre  sorprendentemente
               fuerte, se había podido defender, había expulsado al animal y luego, preso del

               pánico,  había  abandonado  la  cabaña.  Era  posible,  aunque  no  probable,
               concluyó Paul. Sencillamente, Lumas no era el tipo de hombre a quien entra
               el  pánico.  Además,  la  camisa  desgarrada  y  apenas  manchada  de  sangre
               suponían  una  prueba  bastante  inequívoca.  Paul  se  dirigió  rápida  y

               mecánicamente hacia la cama, dudó un instante, cogió en sus brazos la camisa
               y los pantalones rotos, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la puerta. Se
               paró en seco con la mirada fija en la esquina sureste de la habitación, donde
               descansaba  su  escopeta.  Recordó  que  Lumas  le  había  enseñado  una  vez  el

               arma, e incluso le había hablado con entusiasmo de ella.
                    —No  la  uso  —le  había  dicho—.  Nunca  me  ha  hecho  falta  y
               probablemente nunca la vaya a usar. Pero, ¿a que es una buena pieza?
                    Paul se había limitado a sonreír y asentir. Ahora, consciente de que lo que

               le había pasado a Lumas le podía ocurrir también a él, se maldijo a sí mismo
               por  no  haber  tenido  la  precaución  de  traer  su  propia  escopeta;  cogió  la  de
               Lumas,  la  estudió  brevemente  y,  sin  entusiasmo,  como  si  se  hubiera
               convertido en una necesaria pero aburrida extensión de su propio brazo y se

               dirigió hacia la puerta.
                    Volvió a detenerse. Se dio cuenta de que la lluvia estaba aflojando.



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                    La rendija de luz al pie de la puerta volvía a brillar sin que nada le hiciera
               sombra.
                    —¿Paul? —murmuró Rachel.
                    Poco a poco, se había ido dando cuenta de lo inútil que era llamarlo. El

               que estaba al otro lado de la puerta no era Paul. Paul debía estar en la cabaña
               de  Lumas  o  bien  ocupado  en  la  triste  tarea  de  enterrar  los  despojos  del
               hombre.  Pero  a  pesar  de  ello,  la  posibilidad  de  comunicación  seguía

               existiendo. Siempre existía.



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