Page 98 - Extraña simiente
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apenas era audible; hacía un ruido como de ratones corriendo por el tejado.
Además, la luz del sol seguía iluminando la cama de Lumas, la camisa y los
pantalones de Lumas, bueno, lo que quedaba de ellos. Y lo que quedaba de
ellos, meditó Paul, debía ser probablemente, junto con la pequeña y siniestra
cabaña, todo lo que quedara de Lumas, del hombre. De pronto pensó que
estaba llegando demasiado rápido a una conclusión. ¿Se había apresurado al
imaginar que lo que fuera que había atacado a Lumas había conseguido
llevárselo a rastras? Quizás Lumas, que era un hombre sorprendentemente
fuerte, se había podido defender, había expulsado al animal y luego, preso del
pánico, había abandonado la cabaña. Era posible, aunque no probable,
concluyó Paul. Sencillamente, Lumas no era el tipo de hombre a quien entra
el pánico. Además, la camisa desgarrada y apenas manchada de sangre
suponían una prueba bastante inequívoca. Paul se dirigió rápida y
mecánicamente hacia la cama, dudó un instante, cogió en sus brazos la camisa
y los pantalones rotos, se dio la vuelta y empezó a caminar hacia la puerta. Se
paró en seco con la mirada fija en la esquina sureste de la habitación, donde
descansaba su escopeta. Recordó que Lumas le había enseñado una vez el
arma, e incluso le había hablado con entusiasmo de ella.
—No la uso —le había dicho—. Nunca me ha hecho falta y
probablemente nunca la vaya a usar. Pero, ¿a que es una buena pieza?
Paul se había limitado a sonreír y asentir. Ahora, consciente de que lo que
le había pasado a Lumas le podía ocurrir también a él, se maldijo a sí mismo
por no haber tenido la precaución de traer su propia escopeta; cogió la de
Lumas, la estudió brevemente y, sin entusiasmo, como si se hubiera
convertido en una necesaria pero aburrida extensión de su propio brazo y se
dirigió hacia la puerta.
Volvió a detenerse. Se dio cuenta de que la lluvia estaba aflojando.
* * *
La rendija de luz al pie de la puerta volvía a brillar sin que nada le hiciera
sombra.
—¿Paul? —murmuró Rachel.
Poco a poco, se había ido dando cuenta de lo inútil que era llamarlo. El
que estaba al otro lado de la puerta no era Paul. Paul debía estar en la cabaña
de Lumas o bien ocupado en la triste tarea de enterrar los despojos del
hombre. Pero a pesar de ello, la posibilidad de comunicación seguía
existiendo. Siempre existía.
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