Page 8 - Extraña simiente
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hay nada aquí que te pueda hacer daño, hijo, a no ser que tú lo provoques».

               «Y tú perteneces a esto igual que cualquier otro ser vivo».
                    El niño espera. Finalmente, la oscuridad total empieza a palidecer; aunque
               es un falso amanecer, es el final de la noche.
                    —¿Padre? —pregunta el niño—. ¿Padre?

                    Esta palabra se ha vuelto tan mecánica que ya no se da cuenta de que la ha
               pronunciado.
                    Se da la vuelta, duda y vuelve a mirar a la silueta gris y alargada de su
               padre.

                    Regresa a casa.
                    La  casa  está  muy  tranquila  ahora,  es  un  laberinto  de  ángulos  rectos,
               negros,  grises  y  duros.  Con  la  costumbre  pronto  se  domina  el  laberinto;  el
               niño sube hasta el segundo piso, entra en su habitación y se acomoda sobre la

               vieja  cama.  Los  ojos  se  le  llenan  de  lágrimas,  aunque  todavía  no  pueda
               admitir  que  haya  ninguna  razón  para  llorar.  Ruedan  por  sus  mejillas.  Una
               docena de lágrimas.
                    Está acostumbrado a los ruidos de la casa.

                    Dos docenas de lágrimas.
                    Los ruidos de la casa son amigos, ya que el niño los conoce desde antes
               incluso de que se diera cuenta de que los producía la casa. Él sabe vagamente
               que la tierra es en parte responsable, que la tierra se hincha y se desinfla, se

               hincha y se desinfla. No es que esté inquieta, simplemente respira. La Tierra,
               como él, necesita respirar, y la casa, que forma parte de la tierra, debe respirar
               con ella.
                    Tres docenas de lágrimas. La almohada está empapada.

                    Se  oyen  chirridos.  Si  provinieran  de  un  hombre,  ¿no  sería  ese  hombre
               como un espantapájaros, o un hombre de madera? Chirridos ásperos. Sonidos
               de la madera.  El lejano  ruido de  un riachuelo,  las ventanas  mecidas por el
               viento.

                    Cuatro docenas de lágrimas.
                    El arañar y el correteo por las paredes de los otros habitantes de la casa.
                    El niño deja de llorar.
                    Esta es una casa creadora. A veces, surgen nuevos y efímeros ruidos cuyo

               origen es difícil de descubrir. El niño, medio dormido, escucha estos ruidos y
               espera, atento.
                    Al cabo de un rato, pregunta:
                    —Padre, ¿eres tú?







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