Page 12 - Extraña simiente
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               Rachel Griffin estaba escuchando una multitud de sonidos desconocidos: el
               croar de las ranas y de los sapos, los lamentos y chillidos de los búhos, el
               zumbido,  los  chirridos  y  el  murmullo  de  un  millón  de  insectos.  De  vez  en
               cuando, el viento que rozaba los restos de cristal que quedaban en los marcos

               de las ventanas al fondo de la pequeña habitación, añadía a los sonidos de la
               noche rural un coro disonante de lamentos agudos parecido al de una familia
               de pequeños pájaros de metal llamando de lejos.
                    En medio de esta multitud de sonidos, Rachel percibía muy fuertemente la

               ausencia de sonidos humanos. Echaba de menos el murmullo del tráfico, los
               sonidos  huecos  y  reconfortantes  de  las  radios  y  las  televisiones,  incluso  el
               sonido de una de las habituales peleas de los vecinos. Pero ella sabía que esos
               sonidos pertenecían a lugares del pasado, lugares que, a pesar de los muchos

               inconvenientes  que  tenían,  habían  sido  su  hogar  durante  sus  casi  veintiséis
               años y que por eso no le daban esta terrible sensación de soledad que este
               lugar le producía.
                    —¿Paul? —preguntó.

                    Paul Griffin se volvió a mirarla desde la ventana y vio que su mujer se
               había incorporado sobre el viejo sofá; se dio cuenta de que su mirada estaba
               cargada de preguntas.
                    —¿Te he despertado? —preguntó.

                    —No,  no  he  podido  dormirme.  —Después  de  un  instante  de  duda,  le
               preguntó—: ¿Pasa algo, Paul?
                    —No, nada —una pausa—. Es el suelo. ¿Has intentado alguna vez dormir
               sobre el suelo? Es imposible.

                    Sintió  que  su  cara  se  contraía  en  una  mueca.  Las  mentiras,  incluso  las
               verdades  a  medias,  como  la  que  acababa  de  decir,  nunca  le  venían  con
               facilidad. Agradecía la oscuridad casi total que le disimulaba; si no, Rachel se
               hubiera dado cuenta de su mentira.

                    —¿Quieres acostarte en el sofá, Paul?





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