Page 15 - Extraña simiente
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Henry Lumas veía perfectamente de noche. Lo que para otros ojos menos
sensibles hubiera sido sólo una masa amorfa, vagamente alargada, para
Lumas era el joven alto y delgado que acababa de mudarse a la casa que había
sido de los Schmidts.
¿Paul? Sí, así se llamaba el joven. Y el nombre de su mujer era Rachel.
Era un buen nombre.
Eran gente de la ciudad, eso era obvio para cualquiera que tuviera ojos y
oídos. Qué tieso caminaba el joven, como si le doliese algo; estaba
acostumbrado a ese espantoso encierro que las ciudades imponen al hombre.
Ella, su mujer, se movía con bastante gracia, pero como si eso fuera lo que
se esperaba de ella, como si concediera sus favores a regañadientes, empujada
por el sentido del deber. Y eso era triste.
Además, el joven blasfemaba con demasiada facilidad. Carecía de
paciencia (aunque encontrándose la casa en esas condiciones, tenía bastantes
motivos para hacerlo). Tenía un temperamento inquieto, esperaba que todo
fuera perfecto o por lo menos que las cosas fluyeran con más suavidad de lo
que era posible. Siendo así, la vida aquí le iba a sorprender. Aquí, nada fluía
con suavidad. No se dependía de nada, no se podía contar con nada excepto
con lo malo.
Los Schmidts no habían tardado en aprenderlo. Cuando, en el espacio de
seis meses, habían muerto sus dos hijos, uno de neumonía y el otro de una
enfermedad que ni siquiera el médico de la ciudad pudo diagnosticar,
entonces aprendieron. Esa gente aprendería también. Tendrían que aprender.
A través de los campos oscurecidos y asfixiados por las malas hierbas que
le separaban de la casa, Lumas vio que Paul estaba mirando en su dirección.
—¡Hola! —gritó Paul—. ¡Hola!
Por un momento, Lumas pensó contestar. Luego vio que Paul se había
dado la vuelta y regresaba hacia la casa.
Lumas dudó un instante. Era poco probable que el joven le hubiera visto,
aunque no hubiera importado nada. Él —Lumas— se presentaría dentro de
poco tiempo y ofrecería sus servicios como carpintero a la joven pareja.
Se dio media vuelta. Lo que ahora exigía su atención eran los cepos que
había colocado en distintos puntos del bosque. A lo mejor, uno de estos cepos
le reservaría algo más que el muñón comido por las moscas de la pata trasera
de algún pobre animal.
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