Page 18 - Extraña simiente
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II
Rachel encendió la cerilla; se prendió brevemente y se apagó.
—¡Maldita sea! —murmuró.
Se enderezó. Sólo quedaban unas cuantas cerillas y era poco probable que
incluso si consiguiera encender una, pudiera prender el fuego. Nunca había
utilizado una estufa de madera; sólo las había visto en los museos. Y, además,
la leña apilada junto al enorme fogón negro de hierro —la leña que habían
dejado los Schmidts— probablemente estaría demasiado húmeda. ¿Por qué
diablos no habría cortado Paul algo de leña fresca antes de salir esa mañana
temprano hacia la ciudad con el señor Marsh? Podía haberle enseñado a
utilizar el fogón, suponiendo que supiera hacerlo.
Sin fuego no había agua caliente, y eso significaba que no podría fregar
las paredes de la cocina. Los vándalos habían salpicado las paredes, antes
amarillas, con ceniza de la chimenea, con barro, y una con lo que resultó ser
una mezcla de orina y heces Limpiar las paredes le ayudaría bastante a
liberarse del pesimismo que le oprimía.
Se imaginaba que había debido ser el último toque de los vándalos. Las
paredes de las otras habitaciones, excepto la pared sur del cuarto de estar —al
otro lado era la pared norte de la cocina— estaban prácticamente limpias. Sí.
El artista había firmado su obra. Se dio cuenta de que estaba pensando que
Paul tenía razón al haberlos llamado «hijos de puta», en plural. Y también
tenía razón al decir que los vándalos venían sin duda de una de las granjas
«vecinas», o de la ciudad, con el único fin de ejercer el vandalismo. La
estrecha carretera sin asfaltar que pasaba frente a la casa moría un cuarto de
milla al norte, y no había ninguna otra casa en las tres millas que tenía.
Obviamente, la casa no había sido el blanco caprichoso de un grupo de
vándalos pasajeros, sino que el acto había sido intencionado.
Estremecida, Rachel recordó el rosario de obscenidades que soltó Paul
nada más ver la casa. John Marsh les había traído en coche desde Penn Yann,
que estaba a diez millas de distancia, donde su vieja furgoneta Ford, que ya
tenía ocho años, les había dejado tirados; necesitaba un nuevo carburador.
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