Page 18 - Extraña simiente
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                    Rachel encendió la cerilla; se prendió brevemente y se apagó.
                    —¡Maldita sea! —murmuró.
                    Se enderezó. Sólo quedaban unas cuantas cerillas y era poco probable que
               incluso si consiguiera encender una, pudiera prender el fuego. Nunca había

               utilizado una estufa de madera; sólo las había visto en los museos. Y, además,
               la leña apilada junto al enorme fogón negro de hierro —la leña que habían
               dejado  los  Schmidts—  probablemente  estaría  demasiado  húmeda.  ¿Por  qué
               diablos no habría cortado Paul algo de leña fresca antes de salir esa mañana

               temprano  hacia  la  ciudad  con  el  señor  Marsh?  Podía  haberle  enseñado  a
               utilizar el fogón, suponiendo que supiera hacerlo.
                    Sin fuego no había agua caliente, y eso significaba que no podría fregar
               las  paredes  de  la  cocina.  Los  vándalos  habían  salpicado  las  paredes,  antes

               amarillas, con ceniza de la chimenea, con barro, y una con lo que resultó ser
               una  mezcla  de  orina  y  heces  Limpiar  las  paredes  le  ayudaría  bastante  a
               liberarse del pesimismo que le oprimía.
                    Se imaginaba que había debido ser el último toque de los vándalos. Las

               paredes de las otras habitaciones, excepto la pared sur del cuarto de estar —al
               otro lado era la pared norte de la cocina— estaban prácticamente limpias. Sí.
               El artista había firmado su obra. Se dio cuenta de que estaba pensando que
               Paul tenía razón al haberlos llamado «hijos de puta», en plural. Y también

               tenía razón al decir que los vándalos venían sin duda de una de las granjas
               «vecinas»,  o  de  la  ciudad,  con  el  único  fin  de  ejercer  el  vandalismo.  La
               estrecha carretera sin asfaltar que pasaba frente a la casa moría un cuarto de
               milla  al  norte,  y  no  había  ninguna  otra  casa  en  las  tres  millas  que  tenía.

               Obviamente,  la  casa  no  había  sido  el  blanco  caprichoso  de  un  grupo  de
               vándalos pasajeros, sino que el acto había sido intencionado.
                    Estremecida,  Rachel  recordó  el  rosario  de  obscenidades  que  soltó  Paul
               nada más ver la casa. John Marsh les había traído en coche desde Penn Yann,

               que estaba a diez millas de distancia, donde su vieja furgoneta Ford, que ya
               tenía ocho años, les había dejado tirados; necesitaba un nuevo carburador.



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