Page 20 - Extraña simiente
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arreglarla, le había hecho contemplar un hecho que hasta ese punto se había

               mostrado  reacia  en  reconocer.  Aquí,  en  esta  casa,  ella  no  estaba  en  su
               elemento. Hasta su boda con Paul, seis meses antes, ella no había conocido
               más que un minúsculo y agobiante apartamento en la calle setenta y cinco,
               cerca  de  Broadway,  un  empleo  agotador  de  dependienta  en  «West  Town

               House» —donde vendían muebles inútiles y carísimos de mimbre y bambú—,
               un  hombre  alto,  de  torso  poblado  y  nada  amable  llamado  Rinaldo,  que  le
               descontaba casi un tercio de su sueldo semanal por la compra de los alimentos
               que no alcanzaban siquiera para una semana, y unos cuantos chicos jóvenes

               muy educados y muy alegres que parecían turnarse para acompañarla a casa si
               tenía  que  quedarse  trabajando  hasta  tarde,  lo  que  ocurría  a  menudo.  (Esa
               monótona rutina surgió poco tiempo después de entrar a trabajar en «West
               Town House», hacía ya dos años, uno o dos meses después de haber llegado a

               Nueva York desde Rochester, cerca del lago de Ontario. Este traslado había
               sido planeado con el fin de dejar atrás muchos recuerdos dolorosos, aunque
               sólo  fuera  gracias  a  la  distancia  física.  Muchos  filósofos  y  psicólogos
               aficionados decían que ese tipo de cosas no funciona nunca, pero en este caso

               sí había dado resultado. O quizás fuera simplemente una cuestión de tiempo.)
                    Conoció a Paul un año después de llegar a Nueva York, cuando la ciudad
               estaba a punto de convertirse en «su ciudad» o en «esa ciudad espantosa». Y
               casi había optado porque fuera «su ciudad», puesto que al fin y al cabo no era

               más que una enorme ciudad llena de gente muy pequeña, como ella.
                    —¡Hola!
                    Era Paul en la calle Setenta y una, delante de «La manzana roja», la tienda
               de  comestibles  de  Rinaldo.  Esto  ocurría  una  tarde  de  abril,  con  un  calor

               pegajoso.
                    —Se le ha caído una lata de conserva.
                    Ella se volvió y sonrió cautelosa y correcta.
                    Él le señaló un punto justo detrás de ella.

                    —Deje, permítame que lo coja yo —dijo él—. Va muy cargada, ¿verdad?
                    —Sí —consiguió decir—. Muchas gracias.
                    Y así comenzó todo.
                    Unas  cuantas  noches  más  tarde,  Paul  se  invitó  a  sí  mismo  a  su

               apartamento.
                    Él llevaba unos pequeños almacenes, le contó; «Griffin's», propiedad de
               su tío Harry. Llevaba bastante tiempo administrándolos, demasiado tiempo.
               Vivía en Nueva York desde que murió su padre, es decir, la mayor parte de su

               vida. Él le preguntó qué hacía ella, cuánto tiempo llevaba viviendo en Nueva




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