Page 9 - Extraña simiente
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Se incorpora en la cama y sigue escuchando. Fuerza la mirada, pero no
consigue ver nada.
—¿Padre? —vuelve a repetir, aunque ahora dudoso porque el ruido de las
pisadas de su padre es distinto, es más pronunciado, más seguro.
Los ruidos cesan.
El niño duerme.
A la mañana siguiente
La consciencia de lo que ha sucedido, al igual que el castigo, se apodera
repentinamente del niño. Y, como ante el castigo, se estremece y ahoga un
gemido. Aquí, bajo el sol brillante, es imposible negarlo. Ve que el cuerpo de
su padre se está convirtiendo en la misma materia de la que están hechos los
pantanos y la tierra: se está convirtiendo en alimento para las plantas, la cola
de caballo, el trébol, los escarabajos y mil otras cosas. La tierra, la tierra
palpitante, necesita ser alimentada constantemente.
Las palabras de su padre retumban más cercanas ahora, más
comprensibles. «La descomposición no es tan horrible como parece. Es un
renacimiento».
—¿Padre? —suplica el niño, dándose cuenta de la inutilidad de la palabra
—. ¿Padre? —repite, más como recordatorio de aquellos tiempos cuando su
padre respondía a la palabra que por ninguna otra razón.
—¿Padre? —se oye a lo lejos, de entre los matorrales al sur—. ¿Padre?
—apenas audible.
El niño levanta la mirada, extrañado.
—¿Padre? —repite.
—¿Padre?
Será el eco, piensa el niño. Recuerda que unos meses antes, desde el
corazón del bosque, se oyó «¡Hola!», y luego «¡Hola!»; «¡Hola!», repetido,
extendido, devuelto a ambos, padre e hijo, por las voces del bosque.
—¡Hola! —llama el niño.
—¿Padre? —contestan las voces de entre los matorrales.
—¡Hola! —llama el niño. A lo lejos, desde el bosque, al este, suena:
—¡Hola, hola, hola!… —cada vez más tenues. Y por fin, silencio.
—¡Hola! —desde los matorrales.
—¡Hola! —lanza el niño.
—¡Hola!
—¡Hola, padre! —llama el niño.
El bosque le contesta:
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