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y el segundo año de vida. Es de tal gravedad que desencadenan un déficit
                calórico total y pueden acabar en muerte.

                   El  doctor  Fritz  Talbot,  pediatra  en  Boston,  viajó  por  diferentes  países
                buscando  la  causa  del  marasmo.  En  Alemania  visitó  algunos  orfanatos  y
                hospitales  antes  de  la  Primera  Guerra  Mundial.  En  ese  país  sí  eran
                conscientes de la importancia de inculcar afecto a los pequeños durante su

                ingreso. Una anécdota que le asombró profundamente ocurrió en un hospital
                de Dusseldorf. El director del centro al que acudió le enseñó las diferentes
                salas donde estaban ingresados los pequeños. Las condiciones eran buenas,
                saludables, limpias y agradables. En una de las habitaciones observó a una

                señora  mayor  que  portaba  a  un  bebé.  Sorprendido,  preguntó  de  quién  se
                trataba y el doctor Schlossmann, el director, le contestó que Anna y que era
                la que se encargaba de aquellos bebés que habían sido desahuciados y los
                médicos no tenían esperanza para su curación. Ella, con su tacto y su cariño,

                los «sanaba». Suponemos que ese afecto que prodigaba a esos bebés —ese
                contacto  físico—  tenía  el  poder  de  despertar  los  mecanismos  fisiológicos
                más profundos de ese niño que luchaba por la vida.
                   René  Spitz  (1887-1974),  psicoanalista  estadounidense,  también  se

                preocupó por esos cuadros de marasmo en niños. Investigó con profundidad
                los  síntomas  en  los  menores  de  un  año  ingresados  sin  la  presencia  de  su
                madre  o  de  una  figura  de  apego  en  periodos  de  tres  a  cinco  meses,
                aproximadamente. A pesar de estar bajo el tratamiento adecuado, no recibían

                atención emocional ni cariño por parte de los cuidadores de la institución y
                estaban alejados de sus madres. Tras observar cientos de bebés, definió la
                depresión anaclítica o síndrome de hospitalismo para referirse a la patología
                que  asomaba  en  esos  niños  ingresados,  aislados,  solos  o  abandonados  en

                hospitales u orfanatos. Al no ser capaces de adaptarse a esa situación tan
                dura sin la presencia de sus madres, presentaban un retraso en el desarrollo
                físico  —delgadez  extrema  y  déficit  nutricional—,  síntomas  depresivos  —
                como dificultad a la hora de comunicarse y expresarse—, mirada fija, falta

                de movimientos y energía y pérdida de apetito.  Esto  se unía  a un  sistema
                inmune  debilitado  que  les  causaba  una  mayor  probabilidad  de  contraer
                infecciones  o  enfermedades  graves,  y  muchos  fallecían.  Esos  bebés,
                emocionalmente descuidados, se iban apagando lentamente.

                   Este  síndrome  también  se  observaba  en  aquellos  niños  que  habían  sido
                abandonados en algún hospital u orfanato y tardaban en retomar el contacto
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