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sin ellos. Decían que eran capaces de leerse la mente, que siempre sabían

               lo que hacía la hermana.

                      En una ocasión, mientras pasábamos la tarde juntos en la plaza,

               Elba se llevó las manos al pecho y encogió el cuerpo.

                     —¡Carmelita! —gritó, y corrió hacia la casa.

                     Yo la seguí, feliz con la aventura, y cuando llegamos encontramos a

               Carmela caída en medio del patio. Se había resbalado mientras lo baldea-

               ba, pero era incapaz de levantarse sola.

                     Cuando salían juntas a hacer las compras iban abrazadas. Elba se

               ubicaba a la izquierda y Carmela le pasaba un brazo sobre los hombros,

               pero sin acercarse mucho, siempre dejaban un espacio entre ellas, una

               oquedad.

                     Con los años me aburrieron los juegos y diminutivos de Elba, me

               hartaron las furias de Carmela y un día, ya crecido, vi en ellas lo que

               veían todos: dos viejas ridículas, las locas del barrio. Las frecuenté cada

               vez menos, hasta limitar los encuentros a cumpleaños y velorios, pero no

               dejé de ser el sobrino preferido, lo que no me extrañó. Con frecuencia, los

               caracteres mórbidos cimentan su amor en la escasez de méritos ajenos.

                     La muerte de la madre, que solo lamentaron ellas, privó de sentido

               a sus vidas porque ya no tuvieron de quién ser las “hijitas”, y eso liberó

               de pudor su extravagancia. Carmela se volvió tan agresiva que los vecinos

               se escondían al verla, y en cierta ocasión quiso alambrar la vereda; Elba



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