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habitación de Elba, trazaba un semicírculo sobre el parqué e ingresaba en
la de Carmela.
Durante un momento miré aquella sangre como si no la entendiera,
o como si con eso pudiera transformarla en otra cosa. Después empecé a
respirar por la boca porque el olor era más fuerte ahí, y empujé la puerta
de la pieza de Elba.
El cuerpo de mi tía estaba sobre la cama, con las piernas muy juntas
y las manos entrelazadas sobre el pecho. Tenía puesto un vestido blanco
con encajes y en la cara, que había tomado el color del mármol, seguía la
mueca infantil de siempre. Pudo haber estado dispuesta ya para el velorio,
pero en el vestido había un desgarrón a la altura del estómago, y debajo un
hueco inmenso desde donde nacía el trazo rojo en el suelo.
Caminé hacia la cama hasta que vi a ambos lados del torso de mi
tía lo que debió estar dentro, y retrocedí hasta chocar con un estante.
Cayeron sobre mí docenas de muñecos de felpa que me hicieron retorcer
de asco, como si hubieran estado rellenos de lo mismo que había sobre
las sábanas. Con la vista en el rastro que atravesaba el living, salí de esa
habitación y entré a la contigua, mientras alzaba las manos como si espe-
rara un ataque. La poca luz que la ventana dejaba entrar me permitió ver
que Carmela estaba sentada en su cama y se balanceaba en forma rítmica,
doblada sobre sí misma. Estaba de espaldas a la puerta, y desde su regazo
salía el borboteo que había oído. La sangre cubría el colchón entero.
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