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Primero fue el golpe y enseguida el grito, de eso estaba seguro. El
golpe lo despertó, solo así pudo escuchar el grito. Un grito largo, de varios
segundos. Un grito de mujer. Por instinto se sentó en la cama, como si esa
posición lo hiciera menos vulnerable. Giró las piernas para levantarse.
—¿Adónde vas?
La voz de su mujer lo sobresaltó más que el grito, no la había pen-
sado despierta. Le explicó que había escuchado un golpe y un grito, así se
lo dijo, reproduciendo la secuencia de las cosas.
—Yo no escuché nada. Debés haber soñado. Dormite.
Las palabras le sonaron como una orden y levantó los pies que ya
habían empezado a tantear las chinelas. Se acostó de nuevo pero sin ta-
parse. Boca arriba, las orejas libres. Al rato escuchó los ronquidos suaves
de su mujer. Bajó los párpados e intentó dormir, pero a los pocos minutos
se descubrió con los ojos abiertos pensando en el golpe. El golpe y el gri-
to, pero sobre todo en el grito. Un golpe podía deberse a cualquier cosa,
una puerta cerrada por el viento, una maceta estrellándose contra el piso,
un trueno, ¿pero el grito? Sus ojos daban vueltas por la oscuridad de la
pieza, siempre le había resultado mejor tenerlos abiertos para escuchar.
Tocó apenas la espalda de la mujer para que dejase de roncar y se incor-
poró un poco sobre el respaldar de la cama. Trató de deducir de dónde
habría venido. Su casa estaba retirada de la vereda unos cuantos metros
y el jardín del frente, muy frondoso, amortiguaba los sonidos de la calle.
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