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comenzó a hablarle a su lado derecho a toda hora, y a ir de compras con
elefantes de felpa bajo el brazo. No mucho después enfermó, se encerró
en su cuarto lleno de muñecos y su hermana, que ya casi no podía andar,
se dedicó a atenderla.
Una tarde me llamó la mujer que limpiaba en la casa. Se me hizo
obvio que no podía haber más que un motivo.
—Tiene que venir ahora —me dijo—. Yo acá no me quedo.
—¿Pero por qué? —dije yo, menos interesado que molesto. No
quería tener que encargarme de algo así.
—Está loca. Loca, loca —respondió ella—. ¿Ve? Eso les pasa por
no tener hijos. Se les pudre la cabeza.
—No la entiendo, María…
—Me voy —dijo, y me cortó.
Pedí un Uber y en el camino llamé a Carmela al celular, pero no
hubo respuesta. Me acordé de mis dibujos, de su andar abrazadas.
Al llegar salté la cerca y entré por la ventana porque intuí que nadie
iba a atender el timbre. El comedor seguía como lo recordaba, atemporal
y húmedo, pero sobre el olor a moho habitual había otro, acre, que llegaba
desde las piezas. La casa estaba en silencio, con excepción del tictac del
reloj en la pared y de lo que parecía un goteo espeso, o un hervor. Caminé
hacia los dormitorios, consciente de que me temblaban las piernas, y al
atravesar el living vi en el piso una franja de sangre que surgía desde la
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