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No se trataba de condescendencia hacia mí, sino de un juego entre
pares, porque Elba nunca creció. Su lenguaje y sus gestos eran los de una
nena, su pieza estaba llena de muñecos de felpa, se asustaba de los paya-
sos y los truenos. Ir con ella a la plaza era como ir con una amiga, una que
siempre tenía plata para golosinas y helados.
No es que fuera una inútil: trabajó, se compró un auto, hasta tuvo
algún novio. Pero aunque anexara a su vida actividades de adulto, transi-
taba los años sin dejar de ser nena porque algo en su cabeza no se desple-
gaba. Vivía un mundo minúsculo que tenía a la madre en el centro, a quien
obedecía sin discernimiento alguno, y percibía todo lo que estuviera más
allá de aquel terreno escaso como peligroso y corrompido.
En Elba todo eran sonrisas y diminutivos, pero su hermana Carmela
siempre estaba furiosa. Vivió peleada con sus vecinos, tenía la costumbre
de echar a los chicos de la vereda a escobazos y cada tanto envenenaba
gatos. No era posible jugar con ella porque no sabía cómo hacerlo y nunca
mostró interés en aprender. Si nos acompañaba a la plaza se sentaba en un
banco, y ahí se dedicaba a introducir panchos en la U invertida de su boca,
porque comía casi todo el tiempo, y a gruñirle de vez en cuando a alguien.
Su mundo fue ínfimo también, pero lo compartió con su hermana,
con quien, pese a las diferencias, parecía fundida. No era raro que una
completara la frase de la otra, como ocurre con ciertos enamorados, que
se comunicaran con gestos y ademanes que nadie más entendía, o incluso
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