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Elba y Carmela, mis tías, iban a ser trillizas. Pero durante el embara-
zo uno de los fetos absorbió a otro y solo dos de ellos se desarrollaron. El
tercero quedó oculto en el cuerpo de Elba, enquistado contra las costillas.
Alguien me refirió la historia siendo yo muy chico, y como enton-
ces no podía entender la fusión de embriones, di por sentado que Elba,
ya entera dentro de mi abuela, se había tragado lo que tenía al lado por-
que tenía hambre o porque le quitaba espacio. Me fascinó tener una tía
caníbal: de chico hice varios dibujos inspirados en eso. En uno de ellos,
que recuerdo haber llevado al colegio, Elba abría una boca inmensa, un
abismo negro bordeado de púas, para tragar a una nena de incongruente
vestido, mientras Carmela impedía que huyera agarrándola desde atrás.
Recuerdo que las tres parecían lagartos engordados y que la historia me
hizo popular entre mis compañeros porque les dije que en mi familia to-
dos teníamos a otra persona adentro.
La primera vez que le pregunté a Elba por la tercera hermana ella
se acomodó el peinado, algo que hacía siempre que se ponía nerviosa,
se llevó una mano a su lado derecho, como si algo ahí dentro se hubiera
movido, y el índice de la otra a los labios; de a poco, sin embargo, llegó a
hablarme de lo que había en ella con cariño, a permitir que lo incorporara
en mis juegos. Me gustaba acercarme a sus costillas, golpear y fingir una
respuesta, aunque a veces, con voz aflautada, era ella la que respondía.
—¡No puedo salir! —decía—. ¡Mi mamá no me deja!
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