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media estábamos adentro del Banco Provincia de General Arriaga.
Nos encontramos con lo que sabíamos que nos íbamos a encontrar.
Las alarmas del Banco estaban en las puertas y ventanas, no había sen-
sores de movimiento ni de ruido. Nada sofisticado. Ni siquiera un sereno
medio dormido. Prendí la linterna del celular y le alcancé la amoladora
a papá, que siempre tuvo más mano que yo para esos menesteres. Hasta
tuvimos tiempo de reírnos de nosotros mismos, ahí, parados en la penum-
bra, con los guantes de látex que nos habían sobrado de cuando mamá es-
taba enferma, buscando un enchufe para poder hacer andar la herramienta
y reventar las paredes de metal. Media hora y dos discos de amoladora
más tarde, éramos ricos. Apenas ricos, pero más ricos que nunca.
Salimos al patio frío de la escuela. Papá, que unos meses atrás es-
taba destrozado del ciático y las articulaciones, llevaba las herramientas
en la mano como si fuesen de pluma. Parecía treinta, cuarenta años más
joven. Yo cargaba el bolso con la guita e intentaba ir borrando tanta can-
tidad de vestigios de nuestra visita como podía. Todo era perfecto. Lle-
gamos al Renault 12, abrimos el baúl, fuimos guardando las cosas con la
calle quieta, sin viento, sin ruido. Hasta el ladrido.
Ese ladrido podría ser otro principio. En mi caso, más que principio
me parece que es un prólogo. Todavía no empieza mi historia, pero el la-
drido advierte que está por empezar. Porque el viejo Ramírez venía cami-
nando lento por la vereda de enfrente, con los perros sueltos que paraban
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