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der de qué se trataba, y la conversación sobre el robo y la bóveda volvió a

               mi cabeza para quedarse; ya no pude dejar de pensar en eso.

                     El abuelo Manzini había participado en la construcción del edificio

               de la sede del Banco Provincia. General Arriaga es un pueblo chico y, en-

               tonces, las cosas no cambian o cambian muy lento. El edificio del banco

               sigue exactamente igual a como fue construido y el plano viejo y amari-

               llento podría haber sido realizado en la actualidad.

                     Hacía mucho que no veía a papá así. Muchísimo. Le brillaban los

               ojos, movía las manos al hablar. Yo creo que por eso no lo frené. No pude

               decirle que no. Parecía contento, después de todo, después del tiempo.



                     Jamás habría imaginado lo fácil que es robar un banco. Al menos


               el Provincia de General Arriaga. Nunca, en las miles de veces que entré
               por algún trámite, o que pasé caminando por la puerta. Jamás. Pero fue


               muy fácil.
                     Fuimos planeando los detalles durante esos meses y, para mayor


               seguridad, esperamos a junio, a que la noche se estirara hasta durar lo
               suficiente. El boquete lo hicimos desde el patio de la escuela, que daba al


               fondo del banco. No tuvimos que abrir rejas, ni forzar puertas. Saltamos
               el tindal, fuimos charlando hasta la pared del fondo y empezamos a picar.


               Empezamos a las dos de la mañana. Para las cuatro ya podíamos meter la
               mano al otro lado, sentir el aire tibio, la respiración del dinero. Cuatro y




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