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bamos a salir. Y ahora esto. Esa noche pasé a buscarla y nos fuimos cami-
nando hasta la laguna. Le llevé de regalo un destapador de vinos caro que
también había quedado del cierre del almacén y ella simuló no recordar
haberlo visto ahí en alguna de sus primeras visitas, esperando en vano ser
comprado en una estantería, lleno de tierra. Me dijo que no tendría que
haberme puesto en gastos. Estuvimos en la laguna hasta que se hizo de
día, y un poco más también. Todavía cogíamos como desesperados cada
vez que podíamos, aunque la vida nos venía pegando duro y parejo. Así
que no pensé en papá, ni en la vieja. Y menos en la bóveda del Provincia
de General Arriaga. El pedazo de noche que quedaba, el calor pegajoso y
el olor de los tilos florecidos fueron para Irene.
Papá me esperaba al mediodía con las sobras de la noche anterior.
Pollo frío, torre de panqueques, pan dulce seco; todos somos iguales, nos
sostenemos de lo ritual para salvarnos, para flotar, para seguir respirando.
Era mediodía y todavía me dolía la cabeza, más por la escasez de horas de
sueño que por el alcohol de la noche anterior. No había vuelto a pensar en
el Banco Provincia. Parece mentira, ahora, haberlo borrado de un pluma-
zo durante todas esas horas. Pero había conseguido distraerme y bajar la
guardia entre las tetas y los brazos de Irene.
—Mirá lo que tengo —me dijo el viejo en cuanto me senté, y des-
plegó la copia de un plano sobre la mesa. Tardé unos segundos en enten-
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