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hubiera levantado la copa al cielo, o a los rosales que ella había plantado;

               si alguno la hubiese traído al patio por un segundo, nos habríamos larga-

               do a llorar como bebés. Pero no, no lo hicimos, y el viejo sugirió la idea

               como si fuera una locura. Como si fuera un viaje soñado en la juventud y

               postergado por causas ajenas y propias.

                     —¿Sabés de qué tengo ganas, desde hace mil años?

                     —¿De qué?

                     —De reventar la bóveda del Provincia.

                     Nos cagamos de risa un buen rato. Desde lo de mamá que no nos

               reíamos así, cómplices. Yo seguía riéndome cuando él se puso serio. Las

               lucecitas de Navidad que colgaban del alero titilaban y le vi la cara trans-

               formándose en fotogramas; los ojos achinados de la risa y el champagne

               chorreándole por la mano al sacudirse, oscuridad, la mano secándole las

               lágrimas, oscuridad, los ojos abiertos y redondos, oscuridad. De repente

               estaba serio, y la luz iba y venía sobre su seriedad. Estiró su copa para

               brindar. Brindamos. Seguía serio cuando me dijo lo que podría ser uno de

               los principios de todo esto; pero no el mío, el mío es otro.

                     —Vamos a reventar la bóveda del Provincia, hijo.

                     Cuando el viejo se durmió, me fui a dar una vuelta hasta que Irene

               me avisó que estaba libre. Pobre Irene. Se mudó al pueblo y empezamos

               a vernos en mi peor momento. Se tuvo que bancar el cierre del almacén

               cuando nos estábamos conociendo, la muerte de mamá cuando empezá-



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