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abandonada en los noventa. En el auto no se habló una sola palabra hasta

              que llegamos y papá me dijo que limpiara y guardara las herramientas. Él

              se encargó de la ropa, la lavó y la puso a secar con otra ropa ya colgada;

              intentaba diluir los elementos del crimen entre los elementos comunes,

              habituales.

                    Cuando terminamos, ninguno de los dos tenía sueño. Todavía está-

              bamos pasados de adrenalina y teníamos mucho en qué pensar. En rea-

              lidad, el viejo ya lo había pensado todo. Prendió la radio, y mientras le

              clavaba la bombilla al mate, escuchamos la noticia en el programa local.

              A pesar de que sabía que ese momento llegaría, las palabras sueltas me

              pegaron como disparos y las sentí en el cuerpo una tras otra; banco, bóve-

              da, boquete, robo, policía. Papá me pasó un mate, tranquilo.

                    —Lo vamos a tener que hacer cagar a Ramírez, che —me dijo. Y

              ese es el principio de esta historia. Al menos el mío.



























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