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—Carmela —dije, y mi voz llenó la casa como un grito.

                    Levantó la cabeza y la giró en mi dirección. Vi el brillo de sus ojos,

              vi sus dientes expuestos como si riera, pero no reía.

                    —Carmela…

                    —Fue idea de ella —dijo—. Fue su pedido.

                    Me miró por sobre su hombro.

                    —No quería que me quedara sola. ¿Entendés?

                    Caminé hasta llegar a la cama y vi lo que sostenía en los brazos. Era

              una masa informe, una especie de tumor gigante, cubierto de salientes

              bulbosas que latían a un tiempo. Sobre una de esas formas, más grande

              que las otras, había una cara, irregular y rugosa como la de un escuerzo.

              Los ojos de esa cara me miraban con calma, como a alguien que se conoce

              y espera.

                    —¿Por qué tenía que irse ella también? —dijo Carmela—. ¿Por

              qué, decime?

                    No supe contestarle. Retrocedí, cerré la puerta y fui hacia la salida.

              Creo que se levantó a seguirme porque oí pasos en el comedor cuando

              salía de la casa, pero no quise darme vuelta a mirar. Nunca volví, y no sé

              quién se hizo cargo de ellas.












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