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la demolieron y usaron el terreno para construir las casitas.

                     Creyó oír un murmullo. Se incorporó un poco más y casi dejó de

               respirar para escuchar mejor. Eran voces, pero no lograba distinguir nin-

               guna palabra. Recordó el vaso con agua que su mujer le había dejado

               sobre la mesa de luz. Estaba cansado de decirle que jamás se despertaba

               por sed, pero ella, inmune a sus palabras, seguía trayéndoselo noche tras

               noche y también uno para ella.

                     Se tomó el agua de una sola vez y poniéndose un poco de costado,

               apoyó la boca del vaso contra la pared y su oreja derecha en el otro ex-

               tremo. No sabía si eso —que había visto en alguna película— funcionaba

               realmente, pero no perdía nada con intentarlo.

                     —¿Qué hacés?

                     La voz volvió a sorprenderlo y soltó el vaso que se deslizó entre las

               almohadas. Le explicó a su mujer que había vuelto a escuchar un grito,

               que esta vez estaba seguro, que parecía venir de la casa de los nuevos,

               incluso —arriesgó— que debió ser de la mujer.

                     —¿Y qué hacías con el vaso? ¿Sos Sherlock Holmes ahora?

                     El hombre sintió vergüenza, se acostó y se tapó hasta la cabeza. Se

               acordó de cuando era niño y se tapaba todo para no tener que mirar el

               agujero oscuro de la puerta abierta de su cuarto.

                     Se durmió y soñó con sus vecinos, los nuevos. Ella colgaba ropa

               en el balcón mientras el marido le cantaba desde abajo un tango que iba



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