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necesitemos no van a venir, van a decir que somos unos viejos molestos y
exagerados. Sabés cómo son.
El hombre dejó el teléfono en su lugar y volvió a su lado de la cama,
se acostó, pero no se sacó la bata ni se tapó. La luz del amanecer tardaba
en afirmarse. Estaría nublado.
—Sabés cómo son —repitió la mujer, pero esta vez el tono fue dis-
tinto: fue amargo, cruel. Al menos así lo sintió él, como una sentencia que
venía de treinta años atrás. Nunca habían vuelto a hablar del tema, nunca,
pero eso que ella dijo… o quizás cómo lo dijo. Después de esa vez no
supieron nada más del muchacho. Aquella noche de hacía treinta años se
había metido a la casa aprovechando lo frondoso del jardín. Estaba oculto
detrás del palo borracho, en cuclillas; desnudo y lastimado. El hombre lo
descubrió cuando salió a cazar babosas. Era una noche de calor. Después
de algún chaparrón de verano, él salía con la linterna y la sal. No era una
tarea que le gustase, pero resultaba el mejor método para terminar con
esos bichos que se comían todo desde la raíz. Con paciencia, mientras su
mujer terminaba de poner la mesa, él caminaba el jardín despacio, apun-
tando hacia el suelo con el haz de luz, buscándolas en los charcos y luego
esparcía un poco de sal sobre cada una y se iba rápido. No soportaba
verlas retorcerse y excretar ese jugo viscoso. Todo el cuerpo cubierto de
sal, un cuerpo sin piel, como el de un desollado. Esa vez estaba a punto
de volver adentro cuando lo vio al pie del árbol, hecho un ovillo, con los
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