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brazos rodeándose las piernas flacas. Apenas se supo descubierto, el mu-
chacho le imploró silencio con un gesto. En ese momento, por la calle,
otros hombres pasaron corriendo de una vereda a la otra, sombras negras
que se estiraban bajo la luz de mercurio. El hombre apagó la linterna,
esperó que pasaran y entró al muchacho a la casa. Le dieron de comer y
algo de ropa. Hablaron en susurros, apenas lo imprescindible. Después le
alcanzaron una sábana y le hicieron jurar que se iría al amanecer; pero a
las pocas horas, cuando ya habían apagado todas las luces, las sombras de
la calle rompieron a patadas la puerta y se llevaron al chico arrastrándolo
de los pelos, al hombre le dieron un culatazo en la boca y estacionaron un
auto durante semanas en la puerta de la casa, día y noche.
Nunca habían vuelto a hablar de eso. En todos los años que pasaron,
el silencio fue tanto y estuvo tan bien cuidado que el hombre creyó que lo
había olvidado, por eso cuando la mujer dijo “sabés cómo son”, todo en
la penumbra del cuarto fue la imagen de aquel muchacho desnudo acurru-
cado entre las babosas que se retorcían en la sal.
Ya la luz que entraba al cuarto le dejó ver la hora: las seis y diez.
Su mujer había vuelto a apoyar la cabeza en la almohada, pero esta vez el
hombre no adivinaba si estaba o no dormida. Estuvo a punto de hablarle,
pero pensó que quizás ella también estaría recordando y no quiso inte-
rrumpirla.
No había habido más golpes ni gritos. Todo parecía en calma. El
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