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primeros minutos los dos parecían atentos a cualquier ruido, después el
hombre volvió a escuchar el suave ronquido de su esposa y sintió que se
quedaba solo.
Cuando escuchó el nuevo grito la luz del amanecer empezaba a
colarse por la ventana. La persiana dibujaba líneas horizontales sobre las
puertas del placard.
Pensó que serían cerca de las cinco, a lo sumo cinco y media. Eso
era lo que más le gustaba del verano, los amaneceres presurosos; eso y el
mucho tiempo que podía pasar en el jardín. Mientras pensaba en esto se
levantó y se puso la bata y las chinelas, lo hizo rápido para no permitirse
dudar una vez más. Dio la vuelta a la cama y tomó el teléfono que por
costumbre dejaban sobre la mesa de luz de ella.
—¿A quién vas a llamar a esta hora?
El hombre había marcado el 911, pero junto con la voz que respon-
día escuchó también la de su mujer:
—¡Cortá! —y cortó—. ¿Y si no es nada? ¿Y si molestamos de gus-
to? —con estas preguntas ella intentó atenuar lo imperativo de su voz.
Él le explicó con frases hechas que era mejor prevenir que curar y una
serie de argumentaciones más que a ninguno de los dos terminaban de
convencer.
—¿Sabés lo que pasa? —volvió a decir ella con tono pausado—.
Si vienen de gusto, si los llamamos por nada, el día que realmente los
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