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Estaba orgulloso de sus árboles y plantas. Cada sábado lo dedicaban por
completo a podar, curar o cuanta cosa hiciese falta para mantenerlo sano
y verde. Además, si el grito hubiese venido desde la calle el perro de
enfrente habría ladrado. Era casi imposible que algo pasara cerca sin que
el animal ladrase. A la derecha, la casa lindaba con un pequeño negocio
donde arreglaban bicicletas. No era un lugar atractivo ni para ladrones. A
la izquierda vivía una pareja joven que se había mudado un par de meses
atrás. Nunca habían cruzado palabra.
Lo sorprendió otro grito. Esta vez, aunque parecía más lejano, fue
clarísimo. Un claro grito de mujer.
Se quedó quieto, los músculos tensos, los ojos bien abiertos. Pensó
en su vecina. Esperó. El silencio endurecía el aire. Empezó a suponer que
lo habría imaginado.
La casa de al lado era pequeña o, mejor dicho, parte de un conjunto
de casitas iguales. Cuando ellos habían llegado a vivir al barrio, recién
casados, había ahí un caserón enorme que durante años estuvo vacío y
con las aberturas tapiadas. Nunca habían visto a nadie y el matorral cre-
ció a su antojo durante muchísimo tiempo. Las vecinas solían decir que
alguien debería llamar a la municipalidad para que se ocupara y que la
maleza dejase de invadirlos, pero con el tiempo se fueron acostumbrando,
como si a fuerza de estar ahí la casona con sus yuyos se les hubiese hecho
parte del paisaje. Así fue durante años, hasta que una mañana, sin aviso,
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