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del garaje, fantaseó que igual podía verle los pelos revueltos y el sudor

               en la piel.

                     —¿Qué hacés ahí parado? ¿Vamos a estar de baile toda la noche?

                     El hombre volvió a explicarle que estaba nervioso, que no podía

               dejar de pensar en lo que había escuchado.

                     —En lo que “creés” que escuchaste.

                     Tanta seguridad notó en las palabras de su esposa que se volvió a

               acostar. Se sacó la bata, la dejó al pie de la cama y se dispuso a dormir,

               pero a los pocos minutos un nuevo grito lo sobresaltó y esta vez algo

               golpeó contra la pared. Se sentó en un instante, su mujer también estaba

               sentada. Él la buscó en medio de la oscuridad y le dijo que algo tenían que

               hacer, que algo estaba pasando.

                     —¿Y qué querés hacer? ¿Qué querés que hagamos? Ni siquiera es-

               tamos seguros de que sean gritos. Pueden ser los gatos de atrás.

                     Cierto, se había olvidado de los gatos. Tantas noches no lo habían

               dejado dormir o lo despertaron a la madrugada con sus maullidos inhuma-

               nos. De chico siempre les había tenido miedo. Miedo o desconfianza, con

               esos ojos de reencarnados que tienen todos; subiéndose a cualquier parte

               con saltos certeros y repentinos, como si fuesen dioses atentos a algo más

               profundo. Sí, sin duda fueron los gatos. Pensar en eso lo alivió de inme-

               diato y el peso de la vigilia anterior le cerró los ojos. Se durmió tranquilo.

                     Creyó haber soñado, pero no estaba seguro. Una sensación amarga



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