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Siempre que se trataba de costura, abrigo, escondite o

               teníamos hambre, visitábamos a la  Tía Lucecita y

               Jesucita, dos señoritas ya grandes que vivían en la casa
               de mi tío Alfredo, que en otros tiempos era la recámara

               de huéspedes de la casa del General Gómez. La habita-

               ción de mis tías era enorme, de cuatro por cinco por

               tres y medio metros de altura, con una enorme ventana

               que daba a la calle y les proporcionaba una buena

               iluminación para su máquina de coser, que les daba

               gran parte de sus ingresos, tambien cosían a mano,
               volteaban cuellos y puños, con los pedazos de tela que

               sobraban de sus costuras hacían hermosas colchas de

               puros cuadros, cuando el trabajo de costura escaseaba,

               unas parientes les daban a embolsar especies, comino,

               pimienta, canela, clavo, con una cuchara llenaban unas

               bolsitas de celofan, que una vez llenas se doblaban y

               pegaban en un cartón con 50 bolsas, que poco después,
               se vendían en las tiendas. Eran muy religiosas, trabaja-

               doras, limpias, responsables, caritativas y sobre todo

               una dignidad enorme, su alimentación consistía en

               fríjol, café, salsas riquísimas que hacían a diario en un

               pequeño molcajete, muy pocas veces comían verduras,

               fruta o leche, pero a pesar de lo poco que tenían daban

               mucho sobre todo a sus hambrientos sobrinos.

                Les pedimos ayuda, aparte de las instrucciones

               técnicas, nos regalaron hilos, una sábana y de pilón
               unos ricos tacos de fríjol con salsa de chile pasilla.

               Saliendo de ahí cruzamos la calle y fuimos con mi tío
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