Page 16 - LA ODISEA DE LEAH
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La Odisea de Leah


         Te he mentido un poquito, pero ha sido por una buena causa,
         créeme. Lo que pasa es que se me ha olvidado la causa. Cuando al-
         guien te diga «créeme» puedes plantearte lo siguiente: si no puedes
         creer a esa persona, tampoco puedes creer su afirmación de que
         puedes creerla. Qué lío, ¿no? Pero a veces creer en alguien es solo
         una cuestión de fe. Yo creo que existen los agujeros negros, señor
         Hawking, aunque no pueda verlos ni experimentarlos (casi mejor,
         porque dicen que meterse dentro de un agujero negro le quita a
         uno el dolor de cabeza, el hipo y hasta los quilos de más).

         Al principio del libro te dije que el pueblo de la Zarza Tostada era
         muy parecido al tuyo, pero apuesto a que hay algo en lo que no es
         tan parecido: su biblioteca. La Zarza Tostada tiene una biblioteca
         que posee al menos doce estancias, cada una de ellas dedicada a
         una disciplina distinta, que a su vez se divide en varias disciplinas
         menores. Estarás pensando que bueno, ¿y qué? ¿En qué se diferen-
         cia esta biblioteca de la biblioteca de mi barrio, pueblo, comunidad
         autónoma, länder o país? Paciencia, estimado lector, paciencia.
         Se llega a ella atravesando el parque de las mil corbatas, donde el
         perro Hugo busca trabajo bien remunerado, los ruiseñores están
         que trinan por la última subida de impuestos y los mimos practi-
         can sus números para el deleite de Leah (y de cualquier otro niño).
         La entrada es una puerta giratoria que, si no abres con la mesura
         correcta, te expulsa otra vez al parque de las mil corbatas. Inquie-
         tante, ¿verdad? Cuando descubres cómo trasponer el umbral de la
         biblioteca EPISTEMES lo normal es que tu boca se quede un poco
         abierta, así como si quisiera pronunciar una ‘o’ gigante y sonora
         mientras las babas gotean de tu boca a la barbilla y se concentran
         ahí como un pantano de saliva ante las risas de la bibliotecaria.

          La bibliotecaria no tiene nombre, o al menos no se lo dice a nadie.
         Dicen los padres de los niños que es muy rara y que mejor no
         tener mucho trato con ella. Sin embargo su aspecto es agrada-
         ble: tiene la piel tostada por el sol de mayo (el de junio quema) y
         algunas hebras grises que alternan en el oro pálido de su cabello.
         Una sonrisa perenne se dibuja en esa boca que solo cede un poco
         cuando alguien le cae rematadamente mal, pero aun así no deja
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