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REVOLUCIÓN Y ARTE
E L siglo XVIII está lleno de contradicciones. No sólo su ac
titud filosófica vacila entre racionalismo e idealismo; tam
bién sus propósitos artísticos están dominados por dos co
rrientes contrarias y tan pronto se acercan a una concepción
severamente clasicista como a otra desenfrenadamente pictórica. Y
lo mismo que el racionalismo de la época, también su clasicismo es
un fenómeno difícilmente definible y sociológicamente equívoco,
puesto que está sostenido alternativamente por estratos sociales
unas veces cortesanos y aristocráticos y otras veces burgueses, y ter
mina desarrollando el estilo artístico representativo de la burgue
sía revolucionaria. El hecho de que la pintura de David se convier
ta en el arte oficial de la Revolución sólo puede parecer extraño e
incluso inexplicable si se tiene una idea demasiado estrecha del
cnncepto de clasicismo, reduciéndolo a ser la visión artística de las
( lases superiores de mentalidad conservadora. El arte clasicista
tiende ciertamente al conservadurismo y es muy apropiado para la
i (‘presentación de ideologías autoritarias, pero el sentido de la vida
de la aristocracia encuentra en sí una expresión más inmediata en
el Barroco sensualista y exuberante que en el sobrio y seco clasicis
mo. La burguesía de mentalidad racionalista, disciplinada y mode
rada prefiere, por el contrario, las formas artísticas sencillas, claras
y sin complicaciones del clasicismo, y se siente tan escasamente
atraída por la confusa e informe imitación de la naturaleza como
p o r el petulante arte imaginativo de la aristocracia. Su naturalismo
se mueve dentro de límites relativamente estrechos, y habitual-
mciite se restringe al retrato racionalista de la realidad, es decir de
una realidad sin contradicciones internas. Naturalidad y disciplina
formal significan en él casi lo mismo. Sólo en el clasicismo de la
aristocracia se convierten los principios de orden del arte burgués
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