Page 22 - El fin de la infancia
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               Stormgren  dormía  mal  aquellas  noches,  lo  que  era  raro,  pues  pronto  dejaría
           definitivamente sus tareas. Había servido a la humanidad durante cuarenta años, y a

           sus  amos  durante  seis,  y  pocos  hombres  podían  rememorar  una  vida  en  la  que  se
           hubiesen  cumplido  tantas  ambiciones.  Quizá  ése  era  el  problema:  en  sus  días  de

           jubilado, por muchos que fuesen, no tendría ante sí el aliciente de una meta. Desde la
           muerte de su mujer, Marta, y con sus hijos establecidos en sus propios hogares, sus
           lazos con el mundo parecían haberse debilitado. Era posible, también, que estuviese
           comenzando  a  identificarse  con  los  superseñores,  y  desinteresándose  así  de  la

           humanidad.
               Ésta era otra de esas noches inquietas en las que el cerebro le daba vueltas como

           una máquina abandonada por su operario. Sabía que era inútil tratar de conciliar el
           sueño, y abandonó pesaroso la cama. Se puso una bata y subió a la terraza jardín que
           coronaba sus modestas habitaciones. Cualquiera de sus subordinados disfrutaba de

           una morada más amplía y lujosa, pero ésta bastaba para las necesidades de Stormgren
           había llegado a una posición en la que ningún bien personal, ni ninguna ceremonia,
           podían añadir algo a su estatura.

               La noche era calurosa, casi sofocante, pero el cielo era claro y una luna amarilla
           colgaba allá en el sudoeste. Las luces de Nueva York brillaban en el horizonte como
           un amanecer inmóvil.

               Stormgren alzó los ojos sobre la ciudad dormida, hacia las alturas que sólo él,
           entre todos los hombres, había alcanzado. Allá, muy lejos, se vislumbraba el casco de
           la  nave  de  Karellen,  iluminado  por  el  claro  de  luna.  Stormgren  se  preguntó  qué

           estaría haciendo el supervisor. No creía que los superseñores durmiesen.
               Más  arriba  aún  un  meteoro  lanzó  su  dardo  brillante  a  través  de  la  bóveda  del
           cielo. La estela luminosa brilló débilmente durante un rato, y luego murió dejando

           sólo  la  luz  de  las  estrellas.  El  símbolo  era  brutal:  dentro  de  cien  años  Karellen
           seguiría dirigiendo a la humanidad hacia ese fin que sólo él conocía, pero dentro de
           sólo  cuatro  meses  otro  hombre  ocuparía  el  cargo  de  secretario  general.  Esto  en  sí

           mismo no le importaba demasiado a Stormgren; pero era indudable que no le quedaba
           mucho tiempo para saber qué había detrás de aquella pantalla.
               Sólo  en  estos  últimos  días  se  había  atrevido  a  admitir  que  ese  secreto  estaba

           comenzando a obsesionarlo. Hasta hacía poco, su fe en Karellen había borrado todas
           las dudas; pero ahora, reflexionó con un poco de cansancio, las protestas de la Liga
           de la Libertad estaban influyendo en él. Era indudable que la propaganda acerca de la

           esclavitud  del  hombre  no  era  más  que  propaganda.  Pocos  hombres  creían  en  esa
           esclavitud,  o  deseaban  volver  realmente  a  los  viejos  días.  La  gente  comenzaba  a
           acostumbrarse  al  imperceptible  gobierno  de  Karellen;  pero  comenzaba  también  a




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