Page 24 - El fin de la infancia
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Cuando a la mañana siguiente Stormgren no llegó a la hora acostumbrada, Pieter
           Van Ryberg se sintió sorprendido y un poco molesto. Aunque el secretario general
           solía hacer un cierto número de llamadas antes de llegar a su oficina, siempre dejaba

           dicho  algo.  Esta  mañana,  para  empeorar  las  cosas,  había  habido  varios  mensajes
           urgentes para Stormgren. Van Ryberg trató de localizarlo en media docena de oficinas
           y al fin abandonó disgustado su búsqueda.

               Al  mediodía  se  sintió  alarmado  y  envió  un  coche  a  casa  de  Stormgren.  Diez
           minutos más tarde oyó, sobresaltado, el sonido de una sirena, y una patrulla policial
           apareció en la avenida Roosevelt. Las agencias noticiosas debían de tener algunos

           amigos  en  ese  coche,  pues  mientras  Van  Ryberg  observaba  cómo  se  acercaba  la
           patrulla, la voz de la radio anunciaba al mundo que Pieter Van Ryberg ya no era un
           simple asistente, sino secretario general interino de las Naciones Unidas.

               Si  Van  Ryberg  no  hubiese  tenido  tantas  preocupaciones  hubiera  podido
           entretenerse en estudiar las reacciones de la prensa ante la desaparición de Stormgren.

           Durante este último mes los periódicos terrestres se habían dividido en dos facciones.
           La  prensa  occidental,  en  su  conjunto,  aprobaba  el  plan  de  Karellen  de  que  fuesen
           todos  los  hombres  ciudadanos  del  mundo.  Los  países  orientales,  por  el  contrario,
           mostraban violentos, aunque artificiales espasmos de orgullo nacional. Algunos de

           ellos no habían sido independientes sino por poco más de una generación, y sentían
           que ahora se les arrebataba el triunfo de las manos. La crítica a los superseñores era

           amplia y enérgica: después de un corto período inicial de extremas precauciones la
           prensa  había  descubierto  rápidamente  que  podía  afrontar  a  Karellen  con  todos  los
           extremos de la rudeza sin que nunca ocurriese nada. Ahora estaba superándose a sí
           misma.

               La mayoría de estos ataques, aunque enunciados en voz alta, no representaban la
           opinión  de  la  mayoría  del  pueblo.  A  lo  largo  de  las  fronteras,  que  muy  pronto

           desaparecerían  para  siempre,  se  habían  doblado  las  guardias;  pero  los  soldados  se
           miraban  de  reojo,  con  una  aún  inarticulada  amistad.  Los  políticos  y  los  generales
           podían gritar y enfurecerse, pero los silenciosos y expectantes millones sentían que
           —no demasiado pronto— iba a cerrarse un largo y sangriento capítulo de la historia.

               Y ahora Stormgren se había ido, nadie sabía adónde. El tumulto cesó de pronto,
           como si el mundo comprendiese que había perdido al único ser mediante el cual los

           superseñores,  por  sus  propios  y  extraños  motivos,  hablaban  con  la  Tierra.  Una
           parálisis  parecía  haberse  apoderado  de  los  comentaristas  de  la  prensa  y  la
           radiotelefonía; pero en medio del silencio la voz de la Liga de la Libertad proclamaba

           ansiosamente su inocencia.




               Stormgren despertó envuelto por unas sombras muy densas. Todavía soñoliento,

           no se sorprendió. Luego, al recuperar totalmente la conciencia, se incorporó de un


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