Page 29 - El fin de la infancia
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última instancia todas sus órdenes eran ejecutadas por seres humanos. Si se
aterrorizase a los hombres hasta llevarlos a la desobediencia, podría derrumbarse todo
el sistema. Pero era sólo una débil posibilidad. Stormgren confiaba en que Karellen
encontraría muy pronto alguna solución.
—¿Qué intentan hacer conmigo? —preguntó Stormgren al fin—. ¿Estoy aquí
como rehén?
—No se preocupe. Lo vamos a cuidar. Dentro de unos días vendrán algunas
visitas y hasta entonces trataremos de entretenerlo del mejor modo posible.
Añadió algunas palabras en su propio idioma y uno de los otros sacó un paquete
de naipes todavía sin abrir.
—Los hemos comprado especialmente para usted —explicó Joe—. Leí en el
Times el otro día que es usted un buen jugador de póker. —Su voz se hizo grave de
pronto—. Espero que tenga bastante dinero en su cartera —añadió con ansiedad—.
No la hemos revisado. Después de todo nos sería difícil aceptar cheques.
Stormgren, confuso, miró inexpresivamente a sus guardianes. Luego, mientras iba
comprendiendo la comicidad de la situación, le pareció sentir que le estaban sacando
de encima todos los cuidados y preocupaciones de su cargo. Todo quedaba en manos
de Ryberg. Cualquier cosa que ocurriese, él ya nada podía hacer. Y ahora estos
fantásticos criminales lo invitaban ansiosamente a jugar al póker.
De pronto, alzó la cabeza y rió como no lo hacía desde muchos años atrás.
Era indudable, pensó Van Ryberg malhumorado, que Wainwright decía la verdad.
Podía tener sus sospechas, pero no sabía quién había secuestrado a Stormgren. Ni
siquiera aprobaba el secuestro. Van Ryberg suponía que los extremistas de la Liga
habían tratado durante un tiempo de que Wainwright adoptara una política más
activa. Ahora estaban tomando el asunto entre sus propias manos.
La organización del secuestro había sido excelente. Stormgren podía estar en
cualquier lugar del mundo, y había muy pocas esperanzas de encontrarlo. Sin
embargo algo había que hacer, decidió Van Ryberg, y rápido. A pesar de sus bromas
ocasionales, Karellen lo aterrorizaba. La idea de comunicarse directamente con el
supervisor le parecía espantosa, pero no había aparentemente otra alternativa.
Las secciones de comunicación ocupaban todo el último piso del edificio. Hileras
de máquinas de imprimir, algunas silenciosas, otras sonoramente ocupadas, se
perdían en la distancia. De ellas brotaba un río infinito de estadísticas: cifras de
producción, censos, y toda la contabilidad del sistema económico de la Tierra. Allá
arriba, en algún lugar de la nave de Karellen, debía de extenderse el equivalente de
esta enorme habitación, y Van Ryberg se preguntaba, mientras un estremecimiento le
corría por la médula, qué móviles sombras irían a recoger los mensajes terrestres.
Pero hoy no tenía interés en estas máquinas ni en el trabajo de rutina que estaban
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