Page 32 - El fin de la infancia
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secretario. Coopere con nosotros y pronto lo pondremos en libertad.
—¿Qué quieren saber con exactitud? —Preguntó Stormgren cauteloso, sintiendo
que aquellos ojos extraordinarios le horadaban la mente. Nunca había visto unos ojos
semejantes. Enseguida volvió a oírse aquella voz cadenciosa:
—¿Sabe usted qué o quiénes son realmente los superseñores?
Stormgren casi sonrió.
—Créame —dijo—. Estoy tan ansioso como usted por saberlo.
—¿Entonces contestará nuestras preguntas?
—No hago promesas. Pero trataré.
Hubo un leve suspiro de alivio de parte de Joe, y un murmullo de expectación
corrió alrededor del vestíbulo.
—Tenemos una idea general —continuó el otro—, acerca de las circunstancias
que rodean su encuentro con Karellen. Le agradeceríamos que nos las describiera con
cuidado sin olvidar ningún detalle importante.
Esto era bastante inofensivo, pensó Stormgren. Lo había explicado ya centenares
de veces, y parecería que quería cooperar. Todas éstas eran inteligencias agudas y
quizá podrían descubrir algo nuevo. Si llegaban a adivinar algo interesante se sentiría
agradecido. Por el momento no creía que su explicación pudiera dañar a Karellen.
Stormgren buscó en sus bolsillos y sacó un lápiz y un sobre usado. Dibujando
rápidamente comenzó a decir:
—Usted sabe, por supuesto, que una pequeña máquina voladora, sin ningún
medio visible de propulsión, viene a buscarme a intervalos regulares y me lleva hasta
la nave de Karellen. Entra en el casco y... usted ha visto sin duda los films
telescópicos que se tomaron de esa operación. La puerta se abre de nuevo —Si eso
puede llamarse una puerta— y yo entro en un cuartito donde hay una mesa, una silla
y una pantalla. La distribución es más o menos ésta.
Stormgren acercó el plano hacia el viejo galés, pero aquellos ojos extraños no se
volvieron hacia el sobre. Siguieron fijos en el rostro del secretario. Mientras
Stormgren los miraba, algo pareció cambiar en el interior de esas pupilas. Un
profundo silencio reinaba ahora en el cuarto. Stormgren oyó que Joe, sentado a sus
espaldas, lanzaba un hondo y repentino suspiro.
Preocupado y confuso, Stormgren volvió a mirar al galés, y entonces, lentamente,
comprendió. Aturdido, arrugó el sobre y lo dejó caer.
Ahora comprendía por qué esos ojos grises le habían afectado de un modo tan
raro. El hombre era ciego.
Van Ryberg no había tratado de comunicarse otra vez con Karellen. Gran parte
del trabajo de su departamento —la transmisión de la información estadística, los
resúmenes de la prensa mundial, y otras cosas semejantes— habían continuado
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