Page 35 - El fin de la infancia
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favoritos. Sin embargo, aquí y allá algunos rostros estaban vueltos ansiosamente
hacia el cielo, hacia la lejana sombra de plata que flotaba a cincuenta kilómetros por
encima de Madrid.
Los matadores habían ocupado ya sus lugares y el toro había entrado bufando en
la arena. Los flacos caballos, con las narices dilatadas por el terror, daban vueltas a la
luz del sol mientras sus jinetes trataban de que enfrentasen al enemigo. Se dio el
primer lanzazo —se produjo el contacto— y en ese momento se oyó un ruido que
jamás hasta entonces había sonado en la Tierra.
Era la voz de diez mil personas que gritaban de dolor ante una misma herida; diez
mil personas que, al recobrarse de su sorpresa, descubrieron que estaban ilesos. Pero
aquel fue el fin de la corrida y en verdad de todas las corridas, pues la novedad se
extendió rápidamente. Es bueno recordar que los aficionados estaban tan confundidos
que sólo uno de cada diez se acordó de pedir que le devolvieran el dinero, y que el
diario londinense Daily Mirror empeoró aún más las cosas sugiriendo que los
españoles adoptaran el cricket como nuevo deporte nacional.
—Quizá tenga usted razón —replicó el viejo galés—. Posiblemente los motivos
de los superseñores son buenos, de acuerdo con sus puntos de vista, que a veces
pueden ser similares a los nuestros; pero son unos entrometidos. Nunca les pedimos
que viniesen a poner el mundo patas arriba, a destrozar ideales (sí, y naciones) que
tantos sacrificios costaron.
—Soy de un pequeño país que ha tenido que luchar duramente por su libertad —
replicó Stormgren—. Sin embargo, estoy de parte de Karellen. Usted podrá
molestarlo, hasta oponerse al cumplimiento de sus fines, pero al fin todo será igual.
Creo que es usted sincero. Teme que la tradición y la cultura de los pequeños países
puedan desaparecer cuando el Estado Mundial sea una realidad. Pero se equivoca.
Aún antes que los superseñores llegasen a la Tierra el Estado soberano ya estaba
agonizando. Los superseñores no han hecho más que apresurar su fin. Nadie puede
salvarlo ahora... y nadie tiene que tratar de salvarlo.
No hubo respuesta. El hombre sentado ante Stormgren no se movió ni habló. Se
quedó allí, inmóvil, con los labios entreabiertos, y los ojos ciegos ahora sin vida. Los
otros parecían también petrificados, con unas posturas forzadas y antinaturales. Con
un gemido de horror Stormgren se incorporó y retrocedió hacia la puerta. Y de pronto
algo rompió el silencio.
—Un hermoso discurso, Rikki. Gracias. Y ahora creo que podemos irnos.
Stormgren giró sobre sus talones y clavó los ojos en el sombrío corredor. Una
esfera de metal, pequeña y lisa, flotaba a la altura de sus ojos; la fuente, sin duda
alguna, de las misteriosas fuerzas a que habían recurrido los superseñores. Era difícil
estar seguro, pero Stormgren creía oír un débil zumbido, como una colmena de abejas
en un somnoliento día de verano.
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