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del pecho, pero, como ocurría tan a menudo, la presencia de Jacob me mantuvo de
una pieza.
—Está fría —musitó mientras presionaba suavemente la zona donde James me
había cortado con sus colmillos.
Fue entonces cuando Mike salió del baño dando tumbos, con el rostro lívido y
sudoroso. Tenía un aspecto horrible.
—¡Mike! —exclamé de forma entrecortada.
—¿Te importa que nos vayamos ya? —susurró.
—No, por supuesto que no —liberé mi mano de un tirón y me precipité para
ayudarle a caminar, ya que su paso parecía poco firme.
—¿Era demasiado fuerte para ti la película? —preguntó Jacob sin misericordia.
Mike le dirigió una mirada malévola y farfulló:
—En realidad, no he visto prácticamente nada. Sentí náuseas antes de que
apagaran las luces.
—¿Por qué no lo dijiste? —le reprendí mientras nos tambaleábamos en
dirección a la salida.
—Esperaba que se me pasase —respondió.
—Un segundito —dijo Jacob cuando llegamos a la puerta. Se encaminó a toda
prisa al puesto de venta de palomitas y le preguntó a la dependienta:
—¿Podría darme un cartucho vacío de palomitas?
La chica miró a Mike una sola vez y le entregó uno enseguida.
—Llévelo fuera cuanto antes, por favor —suplicó.
Obviamente, ella debía de ser la encargada de limpiar el suelo.
Arrastré a Mike hasta la fría humedad de la noche. Respiró hondo. Jacob estaba
detrás de nosotros y me ayudó a meter a Mike en la parte posterior del coche; le
dedicó una mirada severa cuando le entregó el cartucho.
—Por favor —se limitó a decirle.
Bajamos los cristales de las ventanillas para dejar que el frío aire nocturno
entrara en el coche, ya que albergábamos la esperanza de que eso ayudara a Mike.
Enrosqué los brazos alrededor de mi cuerpo para mantenerme caliente.
—¿Tienes frío otra vez? —preguntó Jacob, que me rodeó con el brazo antes de
que pudiera responderle.
—¿Tú no?
Negó con la cabeza.
—Debes de tener fiebre o algo así —refunfuñé. Estaba helando. Le toqué la
frente con los dedos y tenía la cabeza caliente.
—Vaya, Jake... ¡Estás ardiendo!
—Me siento bien —se encogió de hombros—. Estoy sano como un roble.
Torcí el gesto y le volví a tocar la cabeza. La piel ardía al contacto con mis
dedos.
—Tienes las manos heladas —se quejó.
—Tal vez sea yo —admití.
Mike gimió en el asiento de atrás y vomitó en el cubo. Hice una mueca de asco.
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