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AUTOR Libro
—Sí, Jake. Lo sé, y ya cuento contigo, probablemente más de lo que piensas.
La sonrisa rota se extendió por su rostro como un amanecer grabado a fuego en
las nubes. Quise cortarme la lengua. No le había dicho ninguna mentira, pero debería
haberlo hecho. La verdad era un error que le iba a hacer daño. Yo debería
desanimarle.
Una expresión extraña cruzó por su rostro, y dijo:
—Creo que será mejor que me vaya a casa, de verdad.
Salí del coche a toda prisa.
—¡Llámame! —grité mientras se alejaba.
Observé cómo se iba. Al menos, parecía mantener el control del vehículo.
Mantuve la vista fija en la calle vacía después de que se hubo marchado y me sentí
un poco mal, pero no por una razón física.
¡Cuánto me hubiera gustado que Jacob Black hubiera sido mi hermano! Un
hermano de carne y hueso, de modo que pudiera tener cierto derecho sobre él y
verme libre de todo remordimiento. Dios sabía que nunca había pretendido
aprovecharme de Jacob, pero no pude evitar pensar que la culpa que sentía en ese
momento quería decir que lo había hecho.
Más aún, jamás había tenido intención de quererle. Había una cosa que sabía a
ciencia cierta, lo sabía en el fondo del estómago y en el tuétano de los huesos, lo sabía
de la cabeza a los pies, lo sabía en la hondura de mi pecho vacío... El amor concede a
los demás el poder para destruirte.
A mí me habían roto más allá de toda esperanza.
Pero yo necesitaba a Jacob, le necesitaba como si fuera una droga. Le había
usado como una muleta durante demasiado tiempo, y ahora estaba más enganchada
de lo que había planeado volver a estar con nadie. No soportaba la idea de hacerle
daño ni tampoco podía impedirlo. Él pensaba que el tiempo y la paciencia me
cambiarían, y yo sabía que, a pesar de que era un error total, le iba a dejar intentarlo.
Era mi mejor amigo. Siempre iba quererle, pero eso nunca jamás iba a bastar.
Entré en la casa para sentarme junto al teléfono y morderme las uñas.
—¿Ya ha terminado la película? —preguntó Charlie, sorprendido al verme
entrar. Estaba tumbado en el suelo, a treinta centímetros de la tele. Debía de ser un
partido apasionante.
—Mike se puso enfermo —le expliqué—. Algún tipo de gripe estomacal.
—¿Y tú estás bien?
—Por ahora me siento bien —contesté con reservas. Había estado claramente
expuesta.
Me apoyé sobre la encimera, con las manos a centímetros del teléfono, e intenté
esperar pacientemente. Pensé en la extraña expresión del rostro de Jacob antes de que
se marchara y empecé a tamborilear con los dedos. Debía de haber insistido en
llevarle a casa.
Observé cómo avanzaban las manecillas de los minutos en el reloj. Diez.
Quince. No se tardaba más de un cuarto de hora en llegar incluso aunque hubiera
estado yo al volante, y Jacob conducía mucho más deprisa. Dieciocho minutos.
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