Page 51 - Manolito Gafotas
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colacao  con  chococrispis,  así  que  le  pedí  a  mi  abuelo  que  bajara  a  por
      chococrispis. Le dije que si me hacía ese favor lo recordaría hasta después de su
      muerte. Mi abuelo se fue por la escalera diciendo:
        —Joé, con la Susanita, nos tiene a todos machacados.
        Cuando se acabó el dichoso demonio de Tasmania, llegó la hora de la famosa
      declaración:
        —Bueno… yo te quería decir que… me gusta mucho tu diadema.
        Eso es lo único que me salió. Y ella me contestó:
        —Pues no te la voy a dar.
        La verdad yo le podía haber dicho algo mejor, pero tampoco era para que
      ella me diera esa respuesta. Se hizo un silencio bastante sepulcral entre nosotros.
      Después de un rato de ver anuncios me dice:
        —A ver si vas a ser mariquita.
        Eso sí que no me lo esperaba, así que tuve que explicarle:
        —No, si me gusta para verla en tu pelo no en el mío.
        Y entonces la tía se empezó a reír porque decía que estaba imaginándome
      con las gafas, el flequillo éste un poco tieso que tengo y la diadema. Se empeñó
      en que me la pusiera, y yo que no, y ella que sí. Le dije:
        —Bueno, me la pongo y entonces eres mi novia.
        Me dijo:
        —Vale, vale, vale.
        Estaba como loca porque me pusiera su diadema. Me la puse porque siempre
      tengo que acabar haciendo lo que me dice cualquiera. Creo que nadie se ha reído
      nunca  tanto  de  nadie  como  la  Susana  de  mí  la  otra  tarde:  me  señalaba  y  se
      estrujaba  la  falda  de  las  carcajadas.  Al  Imbécil  se  le  contagió  la  risa;  ése
      siempre se pone de parte del que más se ríe. Mi madre vino a ver a qué santo
      venía tanto jaleo. Cuando me vio con la diadema dijo:
        —Qué payaso eres, Manolito.
        ¡Encima! A la hora y media se le pasó la risa a la niña esa. Entonces me echó
      en cara que se estaba aburriendo, que lo único con lo que se le podía pasar el
      aburrimiento era disfrazándonos y pintándonos la cara. Le tuve que coger a mi
      madre, de estranjis, unos camisones y su bolsa de pinturas. La Susana decía que
      era la princesa de Aladino. A mí me dejó en calzoncillos y con un pañuelo en la
      cabeza; decía que yo era el genio de Aladino. Así que la tía se ponía a frotar la
      lámpara, que era un jarrón de cristal azul y rojo que tiene mi madre encima de
      un paño, y pedía un deseo y pedía otro y otro:
        —Ahora me traes al Imbécil, que era mi hijo y me lo habían raptado. Ahora
      matas a uno que me quiere invadir el palacio. Ahora me pones más chococrispis,
      ahora un vaso de agua…
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