Page 55 - Manolito Gafotas
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de los dos, cuando de repente, sin previo aviso, vimos a la Susana con un chico
      saltando  encima  de  un  banco  del  parque  del  Árbol  del  Ahorcado.  Nos
      acercamos. El chico era… ¡Yihad!
        Estuvimos  mirándolos  un  buen  rato,  se  lo  estaban  pasando  bestial:  hacían
      lanzamiento  de  cartera  a  patadas,  se  empujaban  por  conseguir  el  mejor
      columpio, se lanzaban contra el suelo cuando habían subido muy alto. Yihad le
      quitó a la Susana la diadema y echó a correr. La Susana le agarró del pelo y le
      escupió. ¡A Yihad! ¡Al chulito de mi clase, de mi barrio y de España! Nadie se
      había atrevido nunca en la vida a escupirle a Yihad, eso podía costarle a uno muy
      caro.
        El Orejones y yo contuvimos nuestras respiraciones, él la suya y yo la mía.
      Los latidos de nuestros corazones parecían tambores africanos anunciando una
      guerra espantosa. ¿Qué pasaría ahora?
        Nadie se creerá nunca lo que ocurrió entonces; tú tampoco te lo vas a creer,
      pero fue así. Te lo juro por mi abuelo. Yihad se limpió el escupitajo. El Orejones
      dijo muy bajo y tembloroso:
        —Ya verás qué torta le va a dar. Le va a volver la cara del revés.
        Pero él, y yo, y el mundo nos habíamos equivocado, porque Yihad dijo:
        —Joé, perdona, sólo estaba jugando. Era una broma, tampoco era para que
      me escupieras con tanta saliva.
        Y  dicho  esto  siguieron  jugando,  empujándose  y  saltando  como  locos.  El
      Orejones  y  yo  nos  dimos  media  vuelta  y  nos  fuimos:  primero,  porque  allí  no
      pintábamos  nada,  y  segundo,  porque  teníamos  miedo  a  que  nos  pidieran  que
      jugáramos con ellos.
        Ahora sí que era una tontería pelear por la Susana. Esto no lo dijimos, pero
      para mí que lo pensábamos los dos, y también pensábamos los dos que era un
      alivio que prefiriese a Yihad.
        Aquella tarde invité al Orejones a ver el demonio de Tasmania en mi casa.
      Lo  pasamos  bestial  poniéndonos  pan  con  colacao  y  mantequilla  y  viendo  los
      dibujos los dos tirados en el sofá. Los dos con la cabeza en el mismo lado porque
      al Orejones le huelen los pies. El pobre no es perfecto. Mi abuelo nos miró y le
      dijo a mi madre:
        —Están hechos el uno para el otro.
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